Ante el más reciente fracaso en las pruebas Pisa, el gobierno, en cabeza de su ministra de educación, y ante la opinión pública, corrió, como siempre, a evadir su responsabilidad, a lavarse las manos, y a achacarle la entera culpa de la ineficiencia de sus políticas a los maestros.
Qué mejor chivo expiatorio que aquel que no puede salir a defenderse, aquel al que, una prensa que se presume imparcial, jamás le otorga el más mínimo espacio para que exponga sus puntos de vista y, como uno de los actores principales de este debate, si no el más importante junto con los estudiantes, opine; atestigüe a partir de su experiencia directa lo nefasto que ha sido para la educación la implementación de estos dos últimos decretos, el famosísimo 230 y ahora el 1290; y desde su perspectiva, emita un aporte valioso a la problemática que vive la educación en el país.
Como maestro del distrito – ejercí esa profesión durante los últimos siete años-, puedo dar fe de que el gran problema, por lo menos en cuanto a la educación pública se refiere, radica en que, aunque maquillada, el gobierno decidió continuar con la promoción automática, todo en aras de lograr cobertura y disminuir la deserción. El cambio prometido cuando se derogó el 230 no fue de fondo y todo lo que se hizo fue variar el porcentaje de repitencia, del 5 por ciento del total de estudiantes, se pasó, de forma implícita, al 12 por ciento. Para los que no conocen el 230 lo resumo: se portaran como se portaran, perdieran las materias que perdieran, en un curso de 40 sólo podían perder 0,8 estudiantes, aproximadamente 4 estudiantes por grado, nada más, ahora el porcentaje máximo es del 12 por ciento, es decir, en un curso de 40 pueden reprobar el año 4 o 5 estudiantes, máximo.
Ojalá el grueso de la opinión que desconoce esta realidad llegara siquiera a imaginar la desidia, la irresponsabilidad, y el bajo nivel de compromiso que esta alcahuetería ha venido creando entre generaciones y generaciones de estudiantes, “Los hijos del 230”. Y el docente – a quien ahora se culpa de tamaño descalabro en los resultados- amarrado, sin poder, la normatividad se lo impide, exigir a sus estudiantes un mínimo de rendimiento, hacer cumplir los logros mínimos fijados por él mismo.
Fin de año, y posterior a una festín de recuperaciones bimestre a bimestre, el docente únicamente puede incluir dentro del consabido porcentaje de perdida a los tres o cuatro peores de cada curso, jóvenes que por lo general pierden de ocho a diez materias, cuando no son todas; al resto, me refiero a los que pierden entre tres y siete materias, obedeciendo a un eufemismo llamado planes de mejoramiento, de obligatorio cumplimiento, no tiene otro remedio que intentar pasarlos como sea, regalarles la nota, así de sencillo.
Bajo esas directrices es que debe el maestro procurar hacer su mejor esfuerzo, dentro de ese contexto es que el gobierno se atreve a reclamar resultados y calidad en la educación, y tiene el descaro de escudarse y atribuirles la culpa a los maestros.
Pregúntele a cualquier maestro y le responderá lo mismo: el gobierno sacrificó calidad por cobertura, por disminuir los índices de deserción, ¿pueden estar más de 30.000 maestros equivocados?
Es como si el jefe de una empresa reuniera y les dijera a todos sus empleados: «vengan o no a trabajar, cumplan o no con sus labores, sagradamente les voy a continuar pagando su sueldo», ¿cuántos llegarían al otro día a laborar, cuántos continuarían haciéndolo al cabo de seis meses de comprobar que lo prometido es cierto? No nos llamemos a engaños, las personas laboramos por un sueldo, de igual forma, y gústenos o no, los estudiantes estudian por una nota –así ha sido generación tras generación-, y eso es lo que hace este sistema, regalarles la nota.
Los expertos opinan esto, los expertos aquello, ¿quiénes son los expertos?, académicos que suponen la realidad desde un escritorio y jamás tienen contacto con la realidad y el complejo contexto educativo; tal vez el referente más cercano con el que cuentan para definir el comportamiento de un joven de un colegio distrital sea “Francisco el matemático”.
Un gobierno que siempre busca la culpa de su eterna ineficiencia, a todo nivel y en todo aspecto, en sus dirigidos y no en la inconveniencia de sus políticas; el fracaso de la salud no es culpa de un sistema despiadado que privilegia el negocio de unas pocas entidades corruptas llamadas EPS sino del médico, porque no tiene vocación; la culpa de la quiebra del campo no es del TLC, sino del campesino, porque no es competitivo; la culpa es del maestro porque no se capacita, porque, según palabras de los expertos, sólo aspiran y llegan a ser maestros los que durante su vida escolar evidenciaron las más bajas capacidades intelectuales…
En algo sí estamos de acuerdo, la educación tiene que estar en manos de verdaderos profesionales, expertos en el tema, y qué tal si en aras de lograr ese objetivo, empezamos con la ministra de educación; María Fernanda Campo, ingeniera industrial, maestría en finanzas en la American University de Estados Unidos, Vicepresidenta ejecutiva de la Cámara de Comercio de Bogotá, presidenta de la misma; Viceministra de Relaciones Exteriores y consultora privada del sector financiero; ha ocupado altos cargos directivos en los sectores de la banca de inversión y financiero… como lo pueden ver, toda una experta en pedagogía; así ha sido siempre, la llamada cuota burocrática, el que hoy es ministro de salud, mañana es de minas y pasado mañana de defensa. Por qué no nombran como ministro de educación a un experto en educación, empecemos por ahí, ¿no les parece?