Así como en algún punto de nuestra historia fue pecado estar a favor, defender causas como el matrimonio gay, la adopción por parte de parejas del mismo sexo, hoy, por el contrario, y so pena de ser acusado de homofobia y discriminación, es sacrilegio, cuasi delito, expresar siquiera una opinión contraria a estas posturas, que en la actualidad son sagradas.

 
Y quien se atreva a hacerlo se expone a la ira de los tolerantes y a que, a nombre de la equidad y el respeto por la diversidad – la nueva inquisición -, y desde el radicalismo más absoluto, empiecen a lloverle insultos, y calificativos tales como homofóbico, retrogrado, bruto, ignorante, troglodita, radical, mojigato, cavernícola, intolerante, machista, medieval, entre muchos otros.

 
Expresiones que, más que argumentos, pasan a ser intimidaciones con las que aparte de pretender acallar cualquier opinión en contra buscan imponer su criterio. Cada vez son más los que, escudados en su condición de vulnerables, se sienten intocables, intelectualmente un renglón por encima del resto, y se conceden a sí mismos el permiso de insultar y descalificar a todo aquel que piense distinto a ellos.

 
No han sido pocos los que por expresar puntos de vista contrarios a esta línea de pensamiento se han visto obligados a retractarse o han tenido que salir a pedir disculpas públicas. Como en el caso de la rectora de un colegio a quien, por intentar hacer cumplir el manual de convivencia de su institución, culparon de suicidio y hoy tienen privada de su libertad. Incluso, por orden de la corte – ente al que se le percibe un afán deliberado por mostrarse como el más progresista – y en contra de su voluntad, tuvo que ofrecer un acto de desagravio. Y aun así se atreven a afirmar que los colegios gozan de autonomía en los diseños de sus manuales.

 
Y son precisamente unos manuales – que pretendieron implementar de forma soterrada y obligatoria en los colegios, que luego salieron a negar y que finalmente tuvieron que reversar – la prueba más clara de ello. Y en los que cuyo diseño y elaboración, valga la pena hacer énfasis, solamente tuvieron en cuenta la opinión de este sector de la sociedad. Y aun así alegan ser ellos los excluidos.
Dicen que hay libertad de expresión e imposible, en este momento, emitir una opinión que no esté enmarcada dentro de lo políticamente correcto, o que sea contraria al punto de vista – no a sus derechos, los cuales son totalmente justos – de un segmento de la población.

 
Prueba de que podrá la razón cambiar de bando, más nunca dejaran de existir temas vetados ni las personas tendremos la libertad absoluta de expresar nuestro punto de vista. Y si bien hoy, literalmente, a nadie meten a la hoguera, la censura sí llega a través de las redes sociales y de los medios de comunicación. Basta con recordar la entrevista, que digo entrevista, el linchamiento, la encerrona que don Julio y su corte le hicieron a una diputada. ¡Bienvenidos a la dictadura de lo políticamente correcto!

 
Tenemos que dar el debate, dicen. ¿Cuál debate?, si aquí ya no hay debate, ni una búsqueda por lograr una igualdad de derechos, o por guiar a la sociedad hacia el respeto y la tolerancia. Aquí lo que hay es una imposición ideológica, y el privilegio de una línea de pensamiento por encima de las demás. Ya desde los medios de comunicación y las más altas esferas del gobierno definieron una forma correcta de pensar, una verdad absoluta, y así mismo están dispuestos a imponerla como sea.

 
Recordemos que por expresar su punto de vista, a esta misma diputada el director de su partido amenazó con abrirle una investigación por declaraciones homofóbicas. ¿Cuándo ha sucedido esto mismo en sentido contrario?, ¿cuándo, a pesar de que del lado contrario también se descalifica y se lanzan improperios, se ha acusado a alguien de heterofobia?

 
Reclaman tolerancia, poder opinar libremente, exigen respeto por la diversidad, exclaman que no debe haber espacio para el odio, pero, a nombre de la tolerancia, son los primeros en empezar a matonear a todo aquel que piensa distinto.

 
Ahora resulta que si no se les da la razón en todo, y si no se está, por ejemplo, de acuerdo con los preceptos consignados en una cartilla,  se es homofóbico, intolerante y discriminador. Lo dicho, imposible disentir. Por todo lo anterior, afirmar que en este país existe libertad de expresión de un lado o de otro, es la mentira más grande.

 
En este momento se les ha “bendecido” con el don del lado de la razón y se les alinea siempre en el mismo equipo de las causas justas. Los dueños absolutos de la verdad. Innegable que hace un tiempo ya que dejaron estar en posición de desventaja y que hoy incluso tiene más derecho a expresar su punto de vista que cualquiera otro.

 
Prueba de lo anterior es que basado en sus creencias religiosas un alguien no puede entrar a opinar a favor o en contra de determinados temas, y sí lo hace que se atenga a las consecuencias, a que lo tilden de camandulero y de fanático religioso. Eso sí, que no se le olvide que tendrán especial cuidado en insultarlo con el calificativo que para un libre pensador constituye la peor ofensa: “retrogrado”. Es tal el temor de un librepensador a no estar a la vanguardia del pensamiento que jura que esa palabra hace un daño inmenso. ¿Por qué un homosexual sí tiene derecho a opinar desde su preferencia sexual y un católico o un cristiano no puede hacerlo desde sus convicciones religiosas? Y, aclaro, no soy ni lo uno ni lo otro.

 
Y es que tan convencidos están de la ventaja que  les reporta su condición que cualquier discusión hábilmente la arrastran hasta ese punto: ¡esto es discriminación! ¡Discriminación!, el argumento con el que pretenden lograr la ventaja argumentativa y dirimir cualquier debate a su favor. Ejemplo claro de ello, la ministra Parody, la citan a un debate por mentirosa y termina declarándose perseguida por su condición. Que actitud tan ruin, que irrespeto con ella misma, escudarse en su preferencia sexual para victimizarse y evadir su culpa. Porque si algo aquí está claro es que mintió con respecto a las cartillas, o ¿afirmar esto también es homofobia?

 
Si un heterosexual comete una falta y se le juzga por ello es apenas justo, pero si pasa lo mismo con un homosexual, se le llama discriminación. Y es que, reitero, tan seguros están de la ventaja que les reporta su condición que no han tenido reparo en asignar el rótulo discriminación a cuanto suceso infortunado se presenta.

 
Sergio Urrego, caso en el que a pesar de las pruebas, decidieron casarse con la tesis discriminación. ¿Por qué si existen unos escritos en los que, a mi juicio, se develan unas claras ideas suicidas, en los que incluso se le hace apología a la muerte,  por qué si todo apunta más a que se trató de un caso de depresión, de  decepción amorosa, o incluso de abandono en el hogar, insisten con esta hipótesis? Sencillo, porque fue esta tesis la que les  permitió sacar ventaja, lograr  una sentencia a su favor. Y es que por más justo que sea un reclamo no es sano, ni ético,  valerse de una tragedia personal para sumar adeptos a una causa. Por respeto a su memoria no deberían seguir invocándolo cada que necesitan darse la razón. Y, créanme, estoy criticando una actitud, no una condición.

 
A los librepensadores: perdónennos la vida, pero no todos contamos esa adaptabilidad ideológica,  ni esa facilidad para acomodarnos a cuanto discurso nuevo va brotando por ahí. Tampoco  vivimos en ese afán de estar a la última moda intelectual, ni nos parece que al primer calor ideológico tengamos que salir corriendo a instalar baños públicos mixtos en todo lado. Permítannos digerir cada discurso, analizarlo, sopesarlo.

 
Y si aun así nos sostenemos en nuestra postura, respétennosla. No empiecen con sus insultos como se les volvió costumbre.

 
Así como durante siglos sucedió en el sentido contrario, no coarten nuestro derecho a pensar libremente, ni nos obliguen a pedir disculpas públicas cada que expresemos un punto de vista contrario al vuestro, porque, ni estas van a ser sinceras, ni van a lograr cambiar nuestra forma de pensar, así como nosotros no vamos a cambiar la vuestra. ¡Igualdad de derechos!, sí, pero, ante todo ¡respeto por la diferencia!