Corría el año 2006, mi primer año como docente, e influenciadas por una “tendencia” que empezó años atrás con un famoso grupo ruso de pop (t.a.t.u) formado por dos jóvenes y atractivas lesbianas, que luchaban contra el mundo por su amor, entre las estudiantes estaba de moda el reto de besarse entre ellas.
A quien no le partió el corazón ver en el vídeo clip a esas dos pobres cantantes emparamadas implorando – cantando bajo la lluvia que las dejaran besarse, quererse, ser una sola.
El grupo resultó ser una farsa. Con el tiempo se descubrió que sus integrantes no se amaban, no eran pareja, es más, ni siquiera eran lesbianas. Todo obedeció a un ardid publicitario encaminado a generar controversia y por ende dinero.
En medio de este contexto varias veces me encontré con estudiantes jugando a lo mismo en público. Siempre estuve tentado a llamarlas aparte y a hablarles. Invitarlas a reflexionar, hacerles caer en la cuenta de que su sexualidad no debería estar sujeta a modas, ni a la influencia de los artistas famosos y sus excentricidades. Comentarles que el famoso beso entre Madona y Britney Spears no fue espontáneo, que las cosas no son como que, preciso en pleno escenario y frente a 50.000 espectadores, ambas descubren que son lesbianas, que se gustan, y que se tienen ganas, sino que todo obedeció a una calculada estrategia de marketing.
Agregar que en un afán económico, y en detrimento de ese mismo segmento de la población que tanto dicen defender, el mundo del espectáculo convirtió la homosexualidad en una moda.
Si hoy me enfrentara a una situación similar complementaria mi discurso con el caso Miley Cyrus, inferiría que no es que la fémina sea tan caliente que una vez la asalta ese deseo irrefrenable debe empezar a rozar su trasero contra el miembro del artista masculino que la acompaña en el escenario, sino que esta y otras muchas excentricidades, como besar a otras cantantes, rumbearse un martillo empelota, declararse pansexual, fumar marihuana en público, no son más que actos premeditados para lograr más fama y dinero. Y que ellas no deberían ser tan ingenuas de caer en su juego, ni escandalizarse, ni aplaudir esa “rebeldía”, que de genuina no tiene nada.
Incluso estuve tentado a llevarlas ante la orientadora y poner el caso en manos de las directivas del colegio, para que tomaran cartas en el asunto. Finalmente no lo hice.
Hoy, al notar con pavor el tremendo lío en el que terminaron metidas la rectora, la psicóloga y el docente de un colegio, quienes ante una situación similar decidieron tomar las medidas pedagógicas que consideraron pertinentes, solamente puedo exclamar: ¡uff!, ¡de la que me salvé!
Tan de malas que preciso a las que decido llamarles la atención no estaban jugando ni besándose por moda, sino impulsadas por un gesto genuino de atracción y de amor. Me hubieran demandado por homofobia, por reprimir sus deseos, por traumatizarlas, discriminarlas, irrespetar su intimidad, y por quién sabe que más.
Es por todo lo anterior que hoy me atrevo a darles a mis antiguos colegas el siguiente consejo.
No importa qué tan inapropiadas consideren ustedes sean las actitudes de sus estudiantes, no intenten orientarlos o corregirlos. Si ven a un alumno y a una alumna tocándose, haciendo el amor sobre las gradas del colegio déjenlos, no los cohíban. Dentro de ese amplio margen de maniobrabilidad que les otorga el estado y que todos conocemos como libre desarrollo de la personalidad, puede que estén construyendo su yo libidinoso, y dicho lugar les pareció el más apropiado para hacerlo. Están en todo su derecho, hoy todo vale y ustedes no son nadie para cortarles las alas.
Dejen ya de delirar con el exabrupto ese de intentar imponer unas normas mínimas de convivencia al interior de su colegio, eso de fijar límites a los estudiantes es cosa del pasado, cualquier consejo, o medida pedagógica que ustedes tomen pueden catalogarse como un acto de discriminación. Pueda que en su bien intencionado pero anacrónico quehacer pedagógico terminen vulnerando sus derechos fundamentales, el santo derecho a hacerse rico, el sagrado derecho a provocar a los demás, y a gritarles «véanme, soy tan open mind que no me da miedo besar a alguien de mi mismo sexo…». En fin, no se me ocurre qué otros derechos se le puedan vulnerar a un alguien que opta por cometer estos actos en público y con el claro fin de llamar la atención. Eso sí, tengan presente que la intimidad de sus estudiantes se respeta.
No los interrumpa, mucho menos se atrevan siquiera a insinuarles que ese debería ser un acto íntimo, porque aquí los perdidos son ustedes, los que no saben de sexo son ustedes. Los que están desactualizados y no han visto los videos de Miley Cyrus, o “i kissed a girl” de Katy Perry son ustedes. Antes de cuestionar las nuevas tendencias sexuales primero edúquense, vagos.
No olviden que hoy por hoy no son ustedes, los docentes, sino los periodistas los que deciden cómo se debe educar a los jóvenes, son ellos los que a cada rato arman el alboroto para que se les permita ir al colegio vestidos como se les da la gana. Y pobre de aquel que ose contrariarlos, ahí mismo le echan a la opinión pública y a los jueces encima. Sí, yo sé que ustedes señores docentes no se meten a cuestionar los pésimos y mediocres contenidos de sus programas de radio y tv, y que a la fija tanto ellos, como los jueces, sí tienen establecidas unas normas bien estrictas al interior de sus hogares que sus hijos deben cumplir, y que muy bonito eso de armar el relajo en otro lado, de especular con hijos ajenos, pero, pues, qué le vamos a hacer, así son las cosas.
No importa si son 3, 4, o 5 los estudiantes a los que ven entrepiernados, déjenlos ser. Ustedes no lo saben – que van a saber si son unos viejos reprimidos y anticuados – pero pueda que estén frente a una manifestación genuina y espontanea de poliamor, frente a una trieja, a un acto pansexual. Apuesto a que ni idea de qué les estoy hablando, ¿se fija que están quedados? Más bien, y en vez de escandalizarse o empezar a santiguarse, deberían sentirse orgullosos de tener a gente tan de avanzada y de mente tan abierta en su institución. Cuando estén frente a ellos abran bien esos ojos y considérense a sí mismos testigos de la evolución, la inclusión y el cambio.
Ni se les ocurra regañarlos. Todo lo contario, pregúntenles si necesitan algo – un condón, un vibrador – , y ofrézcase ir a traerlos, caso contrario y si ellos le manifiestan estar bien así, excúsese por la interrupción y por su imprudencia.
De no ser este su comportamiento aténganse a terminar estigmatizados, retratados en una película como los típicos docentes que odian y gozan montándosela a sus estudiantes, los que a sabiendas de su padecimiento insisten en hacerle la vida imposible. Y lo peor, acusados de incitación al suicidio, esto último aun así las pruebas apunten a que se trató más de un caso de desamor, de depresión, incluso la materialización de unas ideas suicidas – en sus escritos es claro que el joven lo veía como un acto valiente y emancipador del que no se debía culpar a nadie-. Nadie toma una decisión tan dolorosa porque sus opiniones discrepan de las de unas directivas por las que no profesa ningún tipo de admiración o respeto. Mucho menos un joven que, por lo que se sabe, y esto es lo que más le celebran los periodistas, siempre se mostró transgresor, desafiante de la autoridad.
Y todo mientras que un colectivo insiste en usar esta tragedia personal para imponer su criterio e intereses, y mientras aquellos que no estuvieron ahí para guiarlo, para conocerlas e intentar hacerlo desistir de esas ideas absurdas, hoy posan de comprensivos, amorosos, y terminan convertidos en héroes, demandando, y sacando todo el provecho posible de la situación. ¿Quizás devele algo de remordimiento esta actitud? Quizás.