No sé quién es más cruel si aquel que discrimina a otro por su condición social, o aquel que un acto de  oportunismo lo usa para quedar ante los demás como el ser más noble, tierno y humano.

Somos clasistas. Vivimos en una sociedad clasista, así nos cueste trabajo reconocerlo. Y  es esta misma sociedad clasista y excluyente la que hoy se atreve a juzgar, condenar, y hasta amenazar de muerte por discriminación, a la mesera y a la administradora de un lugar.
No solo el restaurante Taquino, todo lugar, por muy humilde que sea, se reserva el derecho de admisión. El criterio de selección no lo define el gorila que se instala en la entrada, sino sus precios. El poder adquisitivo es en últimas el que determina si quedas fuera, o si eres “digno” de entrar. Así de sencillo. No todos somos “bienvenidos” a todo lugar.

No  sólo los establecimientos de comercio, así mismo, a lo largo de nuestra existencia y bajo criterios muy similares, los seres humanos elegimos con quien nos relacionamos. Criterios extensivos a todos los aspectos de nuestra vida. Por lo tanto, la verdadera inclusión no se mide en ¿ a quién le damos limosnas?, o ¿a quién defendemos en un vídeo que grabamos y subimos a las redes con el ánimo de viralizarlo y quedar ante  los demás como la persona más noble y sensible del mundo?, sino con quién entablamos verdaderos lazos de afecto y amistad.

Es en este punto, y dado que fue ella misma la que decidió que su actitud fuera pública, la que quiso  hacer  alarde de su enorme nobleza y bondad, que me atrevo a preguntar lo siguiente: ¿ todos los actos de su vida estarán guiados por esa gran sensibilidad social que la llevó a encarar a la administradora y a llorar al momento de restregarle su indolencia?
Me pregunto si esa misma sencillez y desprendimiento de lo material estará presente al momento de elegir a su pareja, su lugar de residencia, o algo tan simple como el bar al que va a rumbear. Dada su apariencia física – innegable que es muy hermosa -, su profesión, el estrato al que pertenece -le calculo 5 o 6-, me pregunto si dentro de su círculo de amigos habrá cabida para alguien del mismo estrato social de la administradora. Muy sencilla y todo pero, la verdad, no creo que la mesera clasifique para ser su amiga. Y así como me cuesta trabajo imaginármela rumbeando en sitio cualquiera – un bar de alguna comuna, por ejemplo, y no por cuestiones de seguridad sino de identidad- , así mismo no la veo ennoviada con un sobrino o un hijo de don José.

Podrán decir misa, pero jamás, en todos estos años de vida, he visto a una sola modelo tomada de la mano de un guardia de seguridad de un conjunto residencial, de un maestro de construcción o de cualquier otro representante de las clases menos favorecidas de este país.

Y no es que crea que esta joven sea una mala persona -tantico pantallera, nada más- sino que, salvo las relaciones mediadas por  subordinación, o intereses económicos – la compra o la venta de algún  producto o servicio-, las personas rara vez nos relacionamos con otras que pertenezcan a un nivel socio económico, educativo y cultural distinto al nuestro.

Gústenos o no, las relaciones interpersonales están marcadas por el lugar en el que nacimos y crecimos, por los sitios a los que asistimos, el colegio, el trabajo, la universidad.
Quiere decir esto que el contexto hace gran parte del trabajo sucio por nosotros y que esta organización social tan jerarquizada nos lleva excluir y a ser  excluidos de forma automática, casi que sin darnos cuenta. Así  la discriminación no se presente de esa forma rocambolesca y exageradamente sincera que vemos en las novelas “¿qué se cree esta criada?”, “¿qué tal igualada?” no quiere decir que no se pueda respirar en el aire y que las barreras sociales que nos dividen, aunque invisibles, no sean implacables. Barreras que a lo largo de nuestra vida luchamos y soñamos traspasar única y exclusivamente en un sólo sentido, ascendente.

Diferencias presentes en actos tan cotidianos como una sencilla transacción comercial. No por nada, cuando un vendedor pretende inducir en nosotros una decisión de compra y atribuirle al servicio o a producto que ofrece un aire de confort y comodidad decide apelar al lema de la exclusión, hablarle directamente, y a los ojos, al discriminador que todos llevamos dentro: “…  lugar reservado”, “exclusivo para ti”.  Exclusivo viene de excluir.

Y si así somos, ¿qué pasó  entonces, porqué a tantos y a tantas les partió el corazón lo que pasó con don José, porqué los conmovió hasta el llanto? La respuesta es simple, lo crudo de la situación. Solamente hasta que la discriminación trasciende del terreno de lo tácito a lo descarnadamente explícito y se presentan situaciones como esta o los famosos ¿usted no sabe quién soy yo?, logramos  caer en la cuenta de lo que somos, y de lo cruel que es el mundo en el que vivimos. A esta sociedad la apena y avergüenza mirarse al espejo. Confrontar una pequeña dosis de realidad con esa imagen idealizada que tenemos de nosotros mismos.

De ahí a que cada que se presente un caso similar nos rasguemos las vestiduras, salgamos como locos a protestar, y a exigir  cabezas colgadas en la plaza principal. Entre más pública y airada sea nuestra indignación, con más furia y algarabía rechacemos el hecho,  más apartados moral y éticamente nos sentimos de quienes lo protagonizaron.
Es nuestro mecanismo de defensa, la forma más efectiva que encontramos de evadir nuestra culpa, de no vernos reflejados, de mirar para otro lado y poder  salir  con la frente en alto a decir: “no sé ustedes pero, yo no discrimino, yo no soy así”.