No me identifico en absoluto ni con la cultura ni con la forma de pensar estadounidense, comulgo mucho más con el socialismo y soy afín a muchas de las ideas de Petro. No obstante, debo confesar que si los gringos hubieran sido los primeros en inventar la vacuna contra el coronavirus no lo hubiera pensado dos veces, y hubiera ido corriendo a aplicármela.
Por si las moscas, y con tal de no ser descartado, ni relegado al último lugar de la fila por mi ideología, hubiera llegado al puesto de vacunación envuelto en una bandera Yanqui, gritando arengas anticomunistas, y con la cara de Donald Trump tatuada. ¡América para los americanos! Con tal de recibir ese bendito punzón no hubiera tenido reparo en traicionar a mi mesías, ni en negarlo las veces que fuera necesario. No me hubiera importado que la vacuna del imperio trajera incluido el famoso chip de Bill Gates.
Caso opuesto al mío es el de los uribistas. Esa gente sí es seria con sus principios y fiel a su doctrina. Su ¡No a la vacuna rusa! fue rotundo. Tanto así, que reclamaron que fuera probada y aplicada única y exclusivamente a nosotros los mamertos, – algo con lo cual estoy completamente de acuerdo-. Prefirieron quedar a merced del bicho antes que traicionar a su líder y a su ideología. Decidieron someterse a una lenta agonía y a un desenlace fatal antes que recibir medicamentos comunistas y ser atendidos por médicos provenientes de esa isla llamada Cuba. ¡Primero muertos antes que inoculados con el virus castrochavista!
Absurdo y lamentable que mientras que los políticos de este país son capaces de todo con tal de llegar al poder – delinquir, traicionar sus principios, saltar de partido en partido, inventar enemigos imaginarios como el castrochavismo-, el pueblo, en cambio, los venere tanto, que no le importe matar y morir por ellos y por defender sus “ideales”- lo vivimos durante la violencia bipartidista; chulavitas y cachiporros matándose entre ellos a machete, mientras que los dirigentes de ambos bandos cuadraban cómo repartirse el país -”. Lo vivimos hoy con lo de la vacuna contra el coronavirus.
Cada vez es más la gente dispuesta a inmolarse por su líder, a autorizar, o a negarse, a que les apliquen determinados tratamientos y medicamentos según su corriente ideológica, es decir, gente dispuesta a morir por la causa. Es por todo esto que propongo que, durante esta pandemia, les abran a todos ellos un pabellón especial, el pabellón de los enfermos políticos.
Eso sí, y como una forma de orientar y colaborar con el personal médico, deberían escribir bien grande sobre la cabecera de cada cama el nombre del paciente que allí agoniza y su filiación política. Ejemplo: José, petrista; Marcos, tibio; Ismael, castrochavista; Gilberto, uribista de racamandaca… Así los médicos sabrán a qué atenerse y qué tipo de medicamentos y tratamientos suministrar a cada uno sin necesidad de ir a incomodarlos o despertarlos para preguntarles, y, claro está, sin vulnerar su objeción de conciencia.
Así, las cosas quedarían de este tamaño: el método “Catracho” – aspireneta, acitromicina, hidroxicloroquina, prednisolona – para los petristas; acetaminofén para los verdes; cualquier cosa para los tibios, ya que todo les da igual; oraciones y recomendaciones a la virgen de Chiquinquirá para los duquistas; cloroquina para los trumpistas y bolsonaristas.
Lo único claro, sí, es que esta inmolación ideológica nos dejará para la posteridad momentos épicos y memorables, propios de los libros de historia.
Cuál Policarpa Salavarrieta, cuál Antonio Ricaurte, o cualquier otro prócer, imaginen recostado sobre una de las camas de este pabellón a un uribista de pura cepa, que está en las últimas. Ante él acude un doctor con dos opciones; la primera, morir en su ley y la segunda, tras señalarle con su boca la enorme jeringa repleta de líquido comunista que trae consigo, aplicarle la vacuna castrochavista.
-“¿La vacuna qué?”, pregunta el hombre con los pocos alientos que le quedan.
-“Castrochavista», repite el doctor con algo de pena.
– “¡Sobre mi cadáver!”, responde el hombre con fuerza, al tiempo que intenta reincorporarse. “Prefiero que la huesuda me lleve con ella, antes de permitir que me inyecte un virus que de seguro va entrar a mi cuerpo a adoctrinar a mis células, a convertirlas al chavismo, y a ponerlas a vivir como en Venezuela”.
– ¿Última palabra?, pregunta el doctor.
– Última palabra, doctor, aunque… espere, tengo algo más que decir.
– Adelante, buen hombre.
– ¡Que viva Uribe! ¡Abajo el castrochavismo! Grita antes de exhalar su último aliento, antes de que su corazón grande se pare y empuñando su mano firme.