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La primera vez que escuché la frase que da título a esta entrada fue en una película del 2009 —Bright Star de Jane Campion— cuando la pronunció el actor Ben Whishaw quien interpreta en el film al poeta británico Jhon Keats. Keats, el de verdad no el de la película, nunca pronunció tal cual la frase aquella pero sí la escribió, por lo menos una versión muy parecida, en una carta dirigida a su amigo Richard Woodhouse que tiene fecha del 27 de octubre de 1818:

“Un poeta es la cosa más antipoética que existe, porque no tiene identidad, se hace a sí mismo continuamente con distintos cuerpos”

Como ven la idea que voy a trabajar aquí no es nada nueva, es más bien un viejo reclamo que no pierde vigencia.

Para comprender por qué para el romántico inglés el poeta resulta ser lo más antipoético que hay debemos considerar la anterior afirmación a la luz de esa doble acepción con la que podemos entender el término Poesía. La encontramos explicada en la famosa conferencia de Paul Valéry titulada Palabras sobre la poesía.

Atendiendo a esta doble acepción la poesía se puede pensar en principio como una emoción intensa percibida eventualmente por todos los seres humanos, muy diferente de las emociones ordinarias, que puede ser suscitada por cualquier elemento de nuestro entorno y que nos hace sentir en resonancia con el universo entero.

Ahora bien, en otras ocasiones resulta ser que con la palabra poesía estamos queriendo hacer alusión a algo más pequeño, artificial, ya no a una emoción sino más bien a una extraña industria, una actividad que justamente pretende replicar, a través del lenguaje, tal emoción intensa. Un oficio laborioso que es realizado por un ser humano común y corriente. Este sería el segundo sentido con el que la palabra poesía puede ser entendida.

Teniendo claro lo anterior notamos entonces que la queja de Keats se funda en la primera acepción del término, la que define a la poesía como una emoción que despierta en nosotros la sensación de universo, de completitud. Ante esta Poesía de la naturaleza el poeta resulta ser completamente antipoético pues nada hay en él que sea capaz de suscitar una emoción tan determinante y avasalladora que afecte completamente el entorno que lo rodea. Por el contrario, el poeta está condenado a ser apenas un receptor de esta poesía, un ser afectado de manera continua por todo lo que lo hiere de su realidad. Está condenado a ser capaz de percibir la poesía que puede emanar de todos los elementos menos de él mismo. Su actividad es pasiva, él no genera poesía, apenas se esfuerza por traducir la que ve y siente, la que tiene su hogar en todo lo que le rodea. En esta actividad de interpretación, siguiendo la idea de Keats, el poeta se disuelve irremediablemente en distintos cuerpos para asumirlos y comprenderlos, se vuelve constantemente otro. Y así, contrario a la poesía cuya identidad es eterna, el poeta se deshace y se pierde en el constante devenir, no tiene permanencia, es pasajero. Antipoético.

No nos vamos a meter aquí en las honduras en las que acostumbraba meterse Keats, todo lo contrario, vamos a fijar nuestra mirada más bien en los pequeños detalles de la superficie, en la forma, en el oficio, en ese artificio que pretende replicar una emoción. Nos afincaremos pues en la segunda acepción del término.

Vista así la poesía puede considerarse como una técnica, como un conjunto de procedimientos y recursos que son susceptibles de ser aprendidos y ejecutados por una persona. El resultado final de tales procedimientos es el poema y la persona que los ejecuta será entonces el poeta. Tanto del uno, el poema, como del otro, el poeta, se han establecido unas características mínimas que los describen de manera general. Confío en que estarán de acuerdo conmigo en que tales características básicas pueden ser las siguientes:

Características mínimas del poema: es un conjunto de palabras cuyo ordenamiento atiende a lineamientos eufónicos y estéticos con el fin de despertar una emoción.

Características mínimas del poeta: es una persona dotada de una alta sensibilidad que le permite sentir en cualquier elemento de su cotidianidad los puntos de contacto con lo universal. Es hábil además en el manejo de las palabras.

Son estos conjuntos de características los que nos determinan los atributos particulares de la idea que cada uno de nosotros tenemos al respecto del poeta y del poema. Si resultase aparecer un poema, o un poeta, que se aleje de estos patrones, en esa medida lo consideraremos antipoético. Por ejemplo: un poeta que no sea sensible o un poema que no pretenda despertar una emoción.

Ahora bien, hay que cuidarse de no tomar estos patrones como modelos absolutos e inalterables pues de tomarlos así se genera un doble peligro: de un lado se puede llegar a creer que para dedicarse a la poesía tan solo basta replicar las formas que estos modelos nos presentan, convirtiendo así al poeta y al poema en meros clichés, en fórmulas vacías y actitudes impostadas carentes de un contenido honesto, en caricaturas antipoéticas de ellos mismos.

Del otro se puede caer en la tentación de querer mantener estos modelos inmutables, de petrificarlos y condenar así a la poesía al ostrasismo y el anquilosamiento, lo que la convertiría en una poesía empolvada y divorciada del movimiento natural de su respectiva época, divorciada de la vida. Una poesía oficiada en el vacío y tristemente antipoética.

Quizá sea el poeta polaco Witold Gombrowicz quien haya realizado uno de los ataques más contundentes a estas figuras caricaturizadas de la poesía y del poeta que suelen institucionalizarse de tanto en tanto entre nosotros. En sus dos conferencias: Contra la poesía —1947— y Contra los poetas —1951— aboga por una poesía que deje de ser ficticia y falsificada y que mejor se exprese de forma natural, una poesía que retome el habla humana. Una que no parezca estar escrita exclusivamente para poetas sino que esté vinculada con todas y cada una de las personas que convivimos en este planeta. Para que ella sea posible es necesario entonces el advenimiento de un nuevo tipo de poeta, uno que en este sentido podríamos considerar antipoeta. Este antipoeta tendría claro, por ejemplo, que de la poesía no se puede hablar en tono poético pues así es como se cae en los estériles malabarismos verbales. Se mantendría alejado de toda esa parafernalia esnob en la que terminan cayendo la mayoría de poetas embebidos en su gran ego y propondría el que llamaré: el giro antipoético, que curiosamente no resultaría ser más que un retorno a la vocación fundamental de la poesía, entendida en cualquiera de las dos acepciones, la de establecer la comunión del ser humano con el ser humano mismo y con el entorno que este habita.

Así las cosas resulta evidente que tal antipoeta, o por lo menos una de las figuras más importantes que se inscribe en esta línea, vendrá a ser don Nicanor Parra quien dejará constancia de aquello en su poema titulado Manifiesto.

El poema hace parte de esa especie de antología que fue Obra gruesa —publicada en 1969— en donde aparece inscrito en el aparte Otros poemas. Sin embargo, la Editorial Nascimento ya había realizado una edición alternativa del mismo en el año 1963 cuando lo publicó, no exageraré mucho si digo que a manera de fanzine, como una única hoja doblada en dos partes que venía dentro de una carpeta de cartón.

Gombrowicz hace notar en sus conferencias que los poetas se han ensimismado tanto en sus refinados procedimientos estéticos que parece que se han creado una auténtica pirámide cuya cima alcanza los cielos. Cima que los demás no podemos sino admirar desde abajo. El poema de Parra empieza justamente anunciando un retorno a la tierra, un descenso muy parecido al del Zaratustra de Nietzsche del que nos enteramos en el último verso de la primera estrofa del poema:

Los poetas bajaron del Olimpo

Al igual que aquel ermitaño este nuevo poeta desciende sin dioses, con el ojo puro y la boca limpia. Retorna a nosotros convertido en un hombre despierto que nos trae un regalo: la transformación del antipoeta.

En adelante la relación del poeta con la poesía debe ser otra. Ya no la verá más como una mercancía refinada y de lujo sino que descubrirá en ella su carácter de bien de primera necesidad —como los de la Canasta Familiar—. El poeta ya no se mantendrá más del lado de las maneras afectadas sino que se reconocerá como un ser humano común y corriente, como cualquier otro, como Un albañil que construye su muro: / Un constructor de puertas y ventanas. Conversará con el lenguaje cotidiano que todos podemos entender y se alejará para siempre de los enrevesados circunloquios oscuros y cabalísticos, de esta manera sus poemas ya no serán Para media docena de elegidos. Adiós dirá de manera definitiva a los artificios lingüísticos y más que en la construcción de la forma se concentrará en velar por el origen sincero y honesto del contenido de sus poemas el cual Nace en el corazón del corazón. En lo que de más humanos tenemos.

Un poeta, podríamos decir, que se aleja del poeta y en cambio se acerca al ser humano del que no debió partir nunca, por eso el antipoeta condena a:

La poesía del pequeño dios

La poesía de vaca sagrada

La poesía de toro furioso.

Condena la poesía que no tiene asidero en lo humano sino que se genera en los meros artificios literarios, poesía a la que llamará la poesía de las nubes y frente a la que opondrá la poesía de la tierra firme. Una poesía cuyos resplandores Deben llegar a todos por igual pues La poesía alcanza para todos.

Qué falta nos hace aquí en Colombia, hoy en día, volver la mirada sobre el regalo de Nicanor Parra. Su antipoesía es enérgica y refrescante mientras que la poesía colombiana resulta totalmente soporífera. Tenemos excepciones a la regla, por supuesto, pero son pocas, muy pocas. La mayoría de nuestra producción, incluidas las nuevas voces, no se salva. Estamos en el otro extremo del antipoeta, en la caricatura acartonada y empolvada que anda más preocupada por los artificios, por las invitaciones a encuentros, por ser publicada o por aparecer en listados supuestamente críticos —unas nóminas de nombres que parecen inventarios de muertos— que en escribir poesía honesta y atenta a nuestra época.

Tal es el maremágnum de nuestro ego que si no aparecemos en los tales listados entonces realizamos uno propio para incluirnos. Así de desesperados estamos porque los otros hablen de nosotros, pocos se ven preocupados honestamente en escribir. La mayoría descalifica a la mayoría, tal como yo lo acabo de hacer, y aún estamos esperando todos que aparezca ese genio antipoeta que nos enseñe la senda que nos permita bajar de nuestro precario y exiguo Olimpo nacional.

¡Que los poetas bajen del Olimpo!

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