En mi edificio marcado por muchos apartamentos que dan al interior de un gran gran patio de luces, desangelado, muy propio de esa construcción racionalista y pobre de los años 70, le ha llegado la alegría de la mano del coronavirus. Cada día a las ocho de la noche comienzan los aplausos a los sanitarios de Madrid y desde el primer día un grupo surgido de las tinieblas ameniza el ritual con música en directo. Al parecer algún vecino se ha quejado porque han reducido el regalo musical a solo una canción. El primer día fueron tres y al gente quería más.
Son esas cadenas invisibles las que empiezan a ser fundamentales para aguantar un encierro que es posible aliviar sacando a pasear al perro, aunque sea uno de peluche, o comprando pocas cosas para hacer el paseo diario al super».
Y es en la compra de comida donde la inquietud que provoca el covid-19 se vuelve aún más enigmática, pues aunque se aprecia una cierta tranquilidad, sigue faltando en algunos el papel higiénico y la atención con mascarilla, los compradores tan escasos, y la distancia convierten el otrora feliz acto de comprar en un actividad que no se sabe si es riesgo o necesidad.
Siempre tan agitada y abierta, Madrid es ahora un escenario vacío por donde se circula con miedo y distancia. Lo que no mate el virus lo hará el encuentro con nosotros mismos, con nuestra dependencia de la calle, del bar, a «la caña», a la moda y al placer de ser ciudadanos cubiertos por toda clase de privilegios, ajenos a lo vulnerables y estúpidos que podemos llegar a ser ante una emergencia.
Antes de que el covid-19 se instalará veíamos el encierro en Italia-tan cerca en afectos y deseos, destino preferido de los españoles para darse una escapada de fin de semana-como un problema de los italianos, al punto que el primer ministro, Conte, llegó a quejarse de la indiferencia de sus socios comunitarios con su tragedia.
Pero una mañana España amaneció enferma y desde entonces no ha parado de crecer el contagio, las medias verdades y el encierro. Y todos aquellos que lo han padecido en las calles o en la enfermedad , se ven ahora más acompañados por esa España rica, que se ha permitido recortar la sanidad pública y privatizarla y que ve ahora con angustia que no cuenta con los suficientes recursos para cercar y domar un virus del que se escuchaba hablar con oídos sordos.
El coronavirus nos ha puesto en riesgo de morir de nostalgia por lo que vamos perdiendo por la insensatez y el consumo. Pero es necesario correr el riesgo de sentir y pensar de nuevo quiénes somos y a adónde vamos, aunque la neurociencia afirme que el ser humano no aprende de los errores y los más optimistas que la resilencia es la madre de todas las recuperaciones.
El planeta llora sus muertos, pero también vive una tregua de tantas y variadas formas de exprimirlo y contaminarlo. Lo ideal es que el descanso no se prolongase a través de la enfermedad, sino de la conciencia para hacerlo nuevamente un planeta amable.
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