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He vivido “la histórica” nevada en Madrid desde la cómoda lejanía que da el sillón y la televisión. Asustada y maravillada con los efectos de la borrasca Filomena, en una ciudad asediada por la pandemia, la mala gestión y los efectos que todavía se notan a lo largo y ancho de su vasto territorio. Converso con mis amigos y el relato de May Gañan, periodista de gran sensibilidad, me cautiva. Tan emotiva y llamativa descripción he querido compartirla, al igual que sus imágenes tomadas desde la felicidad, el asombro y la inquietud.

Foto: May Gañan. Una ciudad mágica y feliz que por un día olvidó la tristeza.

«Me pide mi amiga Vandalia que escriba un texto para su blog sobre la gran nevada de Madrid. Y en mi deformación profesional, la periodista que hay en mí piensa que ya pasaron más que días, semanas y que quizá sea tarde para volver a hablar de Filomena. Pero estoy aquí para capturar en un relato personal la emoción que explotó en Madrid durante apenas 24 horas, en las que los copos de nieve borraron los aristas de la rutina, silenciando el ruido habitual de la calle y hasta el aullido de la pandemia. Modificando la luz de esta ciudad de cielos deliciosamente locos que ese día refractaban contra un impoluto suelo blanco.

Foto: May Gañan. Día y juguetón en medio de la pandemia, el encierro y desalentadoras noticias.

La calle era una fiesta desde la mera anticipación, al vestirse capa tras capa, al embridarse las botas de montaña y bajar al portal sintiendo excitación desde el momento previo a poner un pie fuera de casa. Salir y sentir como una verdad incontestable la transparencia de un aire extremadamente limpio. Intuir la sonrisa en los rostros que circulaban por la calle desde primera hora de la mañana entre la sorpresa y la fascinación, ocultos tras la mascarilla. Un bullicio feliz colmaba la calle de paseantes con trineos, esquíes y tablas de snowboard.

Los muñecos de nieve florecían en cada esquina donde el día anterior todavía había motos. Los coches estaban borrados bajo un manto que lo cubría todo. Un escenario nuevo en el que, por unas horas, sentimos que todo era posible. La profusión de colores en la ropa de la gente, los gorros, las bolsas de plástico protegiendo piernas y brazos, los abrigos acolchados, los móviles haciendo fotos sin descanso, la sorpresa, la ilusión del blanco, la pureza. La pureza… Sentir que todos éramos niños sin edad jugando con la experiencia, dejándonos llevar por ese blanco, siguiendo su estela en un recorriendo desacelerado por nuestros habituales pasos.

Foto: May Gañan. Navidad tardía en una ciudad que llevaba más 60 años sin vernos una auténtica nevada.

Redescubriendo el barrio desde otra latitud sin necesidad de soñarlo. Aceptando que esto, al parecer, también podía ser Madrid, que lo era según comprobamos con los ojos bien abiertos, sin perdernos nada. Filomena nos traía la pista de esquí a casa. Al día siguiente de la nevada, los pocos bares que pudieron abrir sus puertas ofrecían cerveza en sus terrazas y yo imaginaba los edificios recortándose contra el cielo límpido como egregias montañas urbanas. Durante un par de días, todo fue mágico y distinto».

Madrid volvía a ser la ciudad que tanto nos había dado a sus ciudadanos y volvía a demostrarlo con momentos insólitos para el recuerdo. Aunque… Bastó que el temporal se fuera para que el desastre asomara de golpe sus fauces. Al ritmo que la nieve se derretía, la ciudad volvía a ser Cenicienta y lo hacía más depauperada que antes. El sueño roto en un charco, la perentoria crisis social y sanitaria. La económica y la vital que le acompaña.

La ensoñación se disolvía en cementerios de neveras sobre la acera. Gota a gota, las calles convertidas en pistas de hielo. Impracticables. En estos últimos días con escasez de quitanieves y exceso de árboles caídos, la nieve se fue replegando sobre su propio manto, mudando el blanco por el negro del día a día, de la vuelta a una rutina que nos borra como pasos en la niebla. Que nos repliega de nuevo hacia nuestras casas ante una nueva feroz dentellada de la pandemia. Y el día de la marmota amenazándonos de nuevo ahora con devolvernos, como hace un año, al confinamiento, peor si cabe ahora que entonces porque ya sabemos de qué va el tema y porque nos pilla con la pila baja y ni la euforia de aquel día de nieve basta para recuperarnos de la incertidumbre que nos atenaza. Sí, en Madrid aquel día nevó y todo fue una fiesta, y lo mejor no fue la nevada sino volver a conectar con la alegría de la gente, volver a sentir el brillo de esta ciudad vital y poderosa en la que su gente, por unas horas, volvió a ser niña para fluir con la corriente. Esta que nos lleva en una deriva extraña y en la que hace tiempo no sabemos si hay timón y, si lo hay, quién va al mando. Sí, dentro de unos años recordaremos que nevó en Madrid como si fuera Oslo y que aquel día (casi) todo era mágico bajo una espesísima capa blanca que silenciaba el ruido, las sirenas y la confrontación política. Que aquel día salimos felices a la calle y que una suerte de frescura inocente se apoderó de nosotros dejándonos con un único objetivo en mente: hacer el mejor muñeco de nieve».

May Gañán, artista y periodista freelance especializada en arte contemporáneo. Vive en Madrid donde trabaja las artes plásticas, desde una vertiente poética a través de la escritura, la ilustración y la creación de joyas artísticas. Como periodista, ha trabajado para la sección audiovisual de El País y el departamento de Arte del Ministerio de Cultura y anteriormente como reportera de los Informativos de Telecinco. Actualmente colabora con la Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid.

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