No, no los estoy invitando a
rezar. Hoy solo haremos un recorrido para recordar que muchas de las delicias
que han llegado a nuestro paladar son deudoras de una tradición monacal muy
antigua.
Monjas y monjes han jugado un
importante papel en el progreso del arte culinario. Desde la vieja Europa
mediterránea llegaron a América recetas que se fueron adaptando a los productos
y a los gustos regionales. En los conventos no nació la dulcería, pero sí
alcanzó allí un buen grado de maestría. En los claustros se crearon nuevos
sabores y en las bibliotecas conventuales pueden encontrarse muchos recetarios.
La vida contemplativa, sobre todo
en los conventos de clausura, parece haber favorecido la exquisita tradición de
elaboración de dulces. Ha sido tal el refinamiento y el perfeccionamiento que
han alcanzado, que en Chile se habla de los dulces de «mano de monja».[1]
Los dulces también pueden
relacionarse con la sensualidad. El escritor Gilberto Freyre[2] percibe en la dulcería monacal
-portuguesa y brasileña-, una relación entre el misticismo y lo afrodisíaco, y
entre el misticismo y el toque picaresco. Esta relación se hace explícita en
los expresivos nombres de los dulces:
Suspiros de monja, manjar del
cielo, barriga de monja, papada de ángel.
Y la lista puede prolongarse en un recorrido por otros países: besitos,
destetados, alza-viejos, lengua de moza, casaditos, mimos de amor, buche de
ángel, orejas de abad, rebanadas del cielo, budín del cielo, suplicaciones.
Y más allá de los nombres
picarescos, las monjas se han especializado en dulces como el alfajor moro, los
mantecados, los polvorones, los alfeñiques, las cocadas, la torta de huevo
mole, el dulce de membrillo, los bizcochuelos, el jarabe de achogue, los dulces
de maná, mazapán, ponderaciones, alegrías, nogales, mostachones, empanaditas de
boda, pastelitos de yuca, rosquetes, pasta labrada, pestiños, bienmesabe, huevo
chimbo, suspiros, buñuelos, picarones, jalea, confites, mermeladas, higos,
limones calados y un largo etcétera. El famoso arequipe o manjar blanco, por
ejemplo, nació en la ciudad de Arequipa en el Perú y es obra también de
seráficas manos.
Para sumar una curiosidad al arte
culinario monjil podemos agregar aquí que durante los siglos XVI y XVII,
particularmente en Chile, la monjas fueron maravillosas creadoras de arte
efímero. Para los bautizos y las bodas se les encargaban unas imitaciones
hechas en pasta de almendra azucaradas llamadas «contrahechos de alcorza». Con
ellos se adornaba la mesa y se llenaba de frutas, aves, cubiertos y hasta
servilletas salpicadas en polvo de oro y plata.
Otro dato curioso de la dulcería
es que con la venta de sus confites muchos monasterios podían sobrevivir en
tiempos de escasez, así las monjas de clausura que se suponía estaban
encerradas de por vida, salían a vender sus dulces, como ocurriera en la Córdoba
del Río de la Plata.
La famosa monja poeta, Sor Juana
Inés de la Cruz, se servía de los dulces para agasajar a los virreyes. Así
enviaba al palacio virreinal, poemas y dulces. Se cuenta que a una virreina
encinta le hizo llegar un dulce de nuez cocinado con los «rayos de apolo» y en
otra ocasión mandó un «recado de chocolate».
Sor Juana, guiada por los
imperativos de la época -modestia y humildad como condición femenina- escribió a otra monja,
Sor Filotea, en modo inteligentemente irónico: «¿Qué podemos saber las mujeres
si no filosofías de cocinas»?. Sin embargo, prueba de que esto ella no se lo
creía, es otra de sus frases, «Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera
escrito».
Esas son algunas de las anécdotas
que emergen de un recetario famoso atribuido a la monja poeta novohispana del
siglo XVII, en el que la mayor parte de las 37 recetas son de preparaciones
dulces. También podemos recordar aquí el cuadernillo de recetas de cocina de
sor Clara María Suay, franciscana descalza del Real Monasterio y convento de la
puridad de Valencia (1771-1773). De ese librito retomamos unas sugerencias para
hacer «Rosquilletas de cuaresma», muy a tono con el actual periodo pascual:
«Se han de poner para tres
escudillas de las ordinarias de comunidad, cuatro de agua, tres de aceite, dos
libras y media de azúcar, cuatro dineros de levadura y cuatro dineros de
lavoretas (un tipo de especia); se amasan de un día para otro, si es tiempo de
invierno será menester cosa de unas quince horas para hacerse la masa y no se
amasa a puño, como la masa ordinaria, sino como quien güega (término de origen
aragonés que significa juega)».[3]
Existo otro recetario muy
especial dedicado a los dulces de Evora, definida como ciudad conventual
portuguesa, el de la abadesa Sor Maria Leocadia do Monte do Carmo, el cual
recoge exquisitas recetas de principios del siglo XVIII, pero también refiere
un aspecto tan importante como la cocción del azúcar y los antiguos pesos,
medidas y cantidades y su equivalencia aproximada. Así mismo, da cuenta del
intercambio de recetas entre los conventos femeninos, incluyendo entonces, no
solo recetas del convento de Santa Clara sino especialidades de otros como el
de Santa Helena o el de Nuestra Señora del Paraíso.[4]
Y hasta aquí llegamos hoy,
anunciándoles que para una próxima ocasión no nos referiremos a asuntos tan
dulces y celestiales sino a la relación de ciertas comidas con hechos ya
milagrosos, ya brujeriles.
[1] Hernán Eyzaguirre Lyon, Sabor y saber de la cocina
chilena, 1986.
[2] En Casa grande y senzala.
[3] María de los Angeles Pérez Samper, «Las
mujeres y la organización de la vida doméstica: de cocineras a escritoras y de
lectoras a cocineras» en Tomás A. Mantecón, Bajtin y la historia de la cultura popular: 40
años de debate, 2008.
[4] Natalia Silva
Prada, «Bibliografía anotada sobre alimentación, gastronomía, cultura y hábitos
alimenticios en el mundo Ibérico (Europa y América) y el Caribe». Base de datos
en web page Hispanic Division, Library of Congress.