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Un
recorrido por la Bogotá de los años 50, y la Avenida Jiménez como epicentro de
la actividad y vida de la ciudad.

 Avénida Jiménez en «hora pico», ocasión para la conversación en los cafés de la ciudad

 

A
Botero no le cae bien García Márquez. Es un hecho constatable en diferentes
entrevistas que el pintor antioqueño ha dado, la más reciente en la revista Soho, en la que su editor preguntó lo
que siempre se le ha preguntado, y Botero contestó tal y como siempre lo ha
hecho: defendiendo su obra y explicando su procedimiento y labor artística cada
vez que aparece la figura del nobel colombiano. No entiende por qué el obvio (y
frívolo) discernimiento del público que relaciona los dos estilos creativos: el
realismo mágico de Gabo y el uso de la exageración, y la «volumetría
gastronómica» (según Cobo Borda) que hace que sus formas aparenten ser gordas.
Es molesto y entendible la agobiante explicación a los periodistas y la
incorregible precisión al público. Ambos no escuchan. Averiguan lo mismo. En
tanto Botero también manifiesta lo suyo, al contrario de lo que muchos creen,
Gabo le cae pesadísimo.

 

  Suena
duro, claro. Pero las desavenencias han alimentado la historia del arte. La
célebre rivalidad entre el elegante, lúcido y bello Leonardo en contraste con
el escabroso y de salvaje espíritu Michellangelo. Aquel señalaba con sorna su
desprecio por la escultura, y éste respondía con altaneros reclamos sobre la
constante inconstancia del hombre de Vinci. O la que protagonizaron en pleno
siglo XX dos escritores norteamericanos célebres: Ernst Hemingway y Scott
Fitzgerald. Uno le criticaba (y celebraba en ocasiones) su estilo de escritura,
sus modales artificiosos y hasta su mujer, la remilgada Zelda Fitzgerald. Éste
siempre señaló el injustificado prestigio del autor de «Felicidad», llegando
incluso a comentar con inquina, ante la descomunal proyección de masculinidad
de Hemingway, que éste «se ponía pelucas en el pecho». O la que enfrentó a
Mozart con Salieri, la de Picasso con Matisse o Modigliani, o la lucha
ideológica latinoamericana entre García Márquez y Vargas Llosa.

 

   Para
entender un poco las idiosincrasias que repercuten en la apreciación mutua, es
bueno revisar las ocasiones en que pudieron haberse cruzado, es decir, las oportunidades
en que estuvieron hablando, compartiendo escenarios o ámbitos puntuales. En
esta exploración surge el nombre de Álvaro Mutis, conocido relacionista público
y hombre de cultura, es difícil encasillarlo pues como señalaba Gabo en un
artículo «la mayoría de sus amigos -a quienes Mutis les parece un hombre
fabulosamente simpático- no pueden explicarse a qué horas escribe sus libros».
Fue él quien apoyo a Gabo desde que se conocieron en 1949 de diferentes formas:
citas con editores, recomendación con jefes de diarios, presentación de poetas
bogotanos y hasta viajes de inspiración al extranjero. En 1954 Gabo entra a
trabajar en el diario capitalino El Espectador, en un acuerdo de última hora
entre Guillermo Cano y Mutis.

 

  Por su parte, Mutis pudo conocer muy bien a
Fernando Botero. Pues vivió con el joven pintor y su esposa Gloria Zea, en la
capital mexicana entre 1957 y parte de 1958, después de una temporada en
prisión por asuntos financieros. Estadía en medio de dificultades económicas
del matrimonio colombiano (él se dedicaba exclusivamente a pintar y ella se
encargaba de la crianza de su primer hijo, Fernando). Es muy probable por la
admiración que siempre profesó Mutis por Gabo que lo nombrase en alguna
conversación, y pidiese a Botero su opinión, pero no hay mayor constatación. En
una charla con Gloria Zea hace poco más de un año comentó que «se trataban
todos los temas de Colombia, México y el mundo, pero Botero nunca dijo nada
particular sobre Gabo». Quizás porque no conocía su obra, que consistía en
cuentos publicados, su novela «La Hojarasca» y la reconocida serie por entregas
del «Relato de un Náufrago». En su estadía en Nueva York años después, según un
amigo «hizo apuntes positivos sobre Cien años de Soledad».   

 

  En 1960
Botero hizo algunas ilustraciones del cuento de Gabo «La Siesta del Martes» para
El Espectador, pero como él mismo lo señala «este era un oficio diario que no
representaba mis gustos o predilecciones literarias». Era bien pago su trabajo,
simplemente, en aquellos años en que comenzaba a figurar con fuerza en el medio
artístico colombiano.

 

  Ahora, si pensamos en Bogotá hace cincuenta
años, es una ciudad que resurge de las cenizas del Bogotazo (1948), en medio de
tensiones políticas: el golpe de Estado de Rojas Pinilla (1953), el período de
la dictadura, la guerra civil y su epítome de La Violencia (1948-1958). En
aquella ciudad la Avenida Jiménez (Hoy Eje ambiental) era el centro la vida
política, cultural y económica. A sus cafés acudían las figuras de la poesía,
el arte, las narrativas, son muchos los recuerdos de aquellas célebres tertulias
y sus participantes. En Bogotá se conversaba mucho. La oficina de Gabo quedaba
en el segundo piso y la de Mutis en el quinto del  mismo edificio. La sede de El Tiempo estaba en
los estudios de la Carrera Séptima, el Parque Santander reunía a los jóvenes
empresarios bogotanos.

Darío Morales retratando a Gabo en París, años ochenta. 

   

   En los
años ochenta los dos viven en Paris, cerca del barrio Latino. Allí residen el
hermano de Gabo, Eligio, artistas como Luis Caballero, Luciano Jaramillo, Darío
Morales o el cineasta Luis Ospina, y otros más. En esta época se hicieron
reportajes y entrevistas a Gabo desde París, recordando sus tiempos de hambre y
bohemia, o sus visiones de Latinoamérica, sus amistades, sus sueños. Es
significativo que por estos años muchos le hicieran saber a Gabo su alegría o
satisfacción por su Premio Nobel: Morales le regaló un retrato gigantesco,
Plinio Mendoza le hizo un par de buenos reportajes, Caballero le envío una
sentida felicitación. Algunos se acercaron a su casa para darle su saludo
cortés y amable, otros lo atiborraban en fiestas y comidas. Botero nunca se
acercó a su casa ni tuvo el disimulo (como buen relacionista público que
siempre ha sido) de enviarle sus saludos o felicitaciones. Nada. Se puede ser
suspicaz si recordamos que a Vargas Llosa le regaló un óleo que el escritor
peruano conserva -según un escrito suyo- en su estudio en Europa. Pero con Gabo,
nada, cada quien en lo suyo: Botero en su estudio y Gabo al frente de su
computador, como niño curioso que estrena juguete.

 

  Revisar
los posibles encuentros conduce a una inocuidad. Un desgaste innecesario. La
respuesta, o al menos la explicación está en lo que señala el crítico e
historiador de arte colombiano Álvaro Medina: «Botero es un artista celoso».
Celos que nacen de la rivalidad con los artistas de su generación, con sus
compatriotas o con pintores y escultores del mundo. Celos por ser el
protagonista. En diversas entrevistas en su juventud señalaba su «admiración
por el trabajo de Obregón, su manejo del color…», su estilo que, hay que
señalar, muchos artistas de la época intentaban imitar o introducir como pauta
pictórica. O las alabanzas al muralismo mexicano y sus cabezas visibles, Diego
Rivera, Orozco y Siqueiros, incluso el renovador Rufino Tamayo. Al final dijo
que Obregón nunca lo había influenciado, o que «Siqueiros era el peor pintor
del mundo y Rivera, una mera derivación del expresionismo alemán». La defensa
por su identidad que se entreteje con el mito y con el célebre afán de trabajo
lo lleva a este tipo de afirmaciones, comprensibles, claro, pues a la larga el
artista intenta desligarse de su pasado, afincarlo y proyectar su futuro,
precisamente apelando a una historia de sí mismo.

 

   Le cae
pesadísimo, no ha leído con entusiasmo su obra, nunca se cruzan y es probable
que no lo hagan. La relación nunca nació ni llegó a crecer. Hubo varios puentes
que pudieron haberlos comunicado. Pero el asunto al fin de cuentas, está en las
personalidades, en identificar la frontera entre el mito o la invención de la
realidad y la verdad, al menos la verdad convertida en cotilleo. Son muchas las
diferencias que los separan, pero son a mi parecer más los puntos de encuentro,
las semejanzas en temas, tratamientos: en su creación artística.  Aquí reside la importancia de la relación
entre las cabezas visibles del arte y la literatura colombiana. Por ahora nos
quedamos entre la antipatía de uno y la indiferencia del otro.

 

 

 Gabo Y mutis con el pintor Alejandro Obregón, años cincuenta

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