Tres momentos de su vida y obra en Bogotá, Barranquilla y París.
La primera marcha
política
La
primera vez que Gabo fue a un evento político fue en marzo de 1948 en la Marcha
del Silencio convocada por el líder Liberal Jorge Eliécer Gaitán. Apático a
cualquier cosa que tuviera relación con lo político (siempre recordaba la
espera perpetua de su abuelo por la pensión de veterano), aislado de la
realidad social del país, que se encaminaba irremediablemente hacía una guerra
civil, el joven estudiante vivía entre las clases de Derecho en la Universidad
Nacional en las mañanas y las tardes de lectura voraz con una lista de libros
prestados con tiempos estrictos de entrega. Los fines de semana la pasaba en
Cafés como El Automático o El Molino escuchando las eternas tertulias de los
poetas grandes del país que allí se reunían: León de Greiff, Eduardo Carranza,
Eduardo Zalamea Borda y otros. Recuerda Gabo que todos en la pensión estaban
alarmados por el creciente clima de tensión en sus regiones, las cartas que
llegaban de sus familias estaban acompañadas de malos presagios y ruegos por el
cuidado y la sensatez de no inmiscuirse en cosas políticas en Bogotá. Él no
percibió esta atmósfera hasta cuando fue a la Marcha del Silencio.
Era una
multitud ataviada de negro en un silencio desgarrador en el que podía oírse
respirar, caminaban con antorchas y la consigna dictada por el mismo Gaitán de
cero palabras y aplausos. Se trató de un acto simbólico en protesta por la
persecución del gobierno a los simpatizantes liberales. Gabo caminaba al lado
de una mujer que musitaba oraciones en ademán de plegaria y un rosario en sus
manos. Un hombre la regañó «Señora, por favor….». Ella hizo un gesto de
«!perdón¡». En ese acto conoció de primera mano la realidad del país, semanas
después la encontraría de frente en el Bogotazo. Esta misma mujer, unos
momentos después de ser abaleado Gaitán en la esquina de la Séptima el 9 de
abril y conducido de urgencia a la clínica Central, fue hasta el charco de
sangre todavía caliente y espesa, humedeció su pañuelo entre la sangre y lanzó
un grito desgarrador:
– «Hijueputas», «…me lo mataron».
Con el pintor Fernando Botero y Álvaro Mutis en Bogotá, años 50.
Historia desde El Rascacielos
De joven llegó a Barranquilla para trabajar en el diario El Heraldo en notas editoriales, columnas y lo que hiciera falta. El pago no era bueno: 4 pesos por un editorial ó 3 por una columna, por lo que tuvo que vivir en un burdel del centro de la ciudad, precisamente, a la vuelta del periódico. Alfonso Fuenmayor le apodó El Rascacielos, y allí, en el cuarto piso, con dos camisas, dos pantalones, dos calzoncillos, y los borradores de su novela «La Casa» como únicas posesiones, vivió dos años. En los días que no tenía con que pagar el alquiler diario de la pieza dejaba las hojas de su novela -que estaba envuelta en una agenda de piel fina- al vigilante del burdel, quien comprendía bastante bien que al joven escritor lo único que le importaba en este mundo era ese cartapacio. Gabo se hizo amigo de las muchachas que trabajaban en el Rascacielos, les escribía cartas de amor para sus novios o engaños retóricos a sus padres. Ellas en agradecimiento lavaban y planchaban su ropa, y organizaban su habitación. Un amigo suyo del Grupo de Barranquilla en una de las infinitas tertulias en La Cueva comentó que Gabo era el tipo más afortunado de este mundo al vivir en un burdel y ser amigo de todas las trabajadoras. Gabo, sin atosigarse por la envidia ajena le dijo que así como un chef pasaba todo el día en medio de alimentos, recetas y platillos, no comía lo que hacía por fisico tedio. A él le pasaba lo mismo.
El Coronel en París
Gabo fue a Europa en 1955 para cubrir la Conferencia
de los Cuatro Grandes y escribir crónicas desde Roma, El Vaticano y la Europa
Oriental. Unos meses después El Espectador fue clausurado por la dictadura de
Rojas Pinilla y le envío un cheque junto con el pasaje de vuelta a Bogotá. Gabo
decidió reembolsarse el dinero y alquilar un cuartucho en el Barrio Latino, en
el que sobrevivían jóvenes artistas, escritores que venían a probar suerte en
París en un intento desesperado por alcanzar el reconocimiento y la fama. Con
el paso de los días el dinero se acabó y Gabo se enfrentó al hambre con toda
suerte de trucos y artificios: dormía de día y escribía de noche, «para engañar
al hambre», vendía botellas que recogía en los botes de basura de restaurantes
y catas de vino, incluso, comía en comedores públicos improvisados en la calle,
en el que en diferentes cazuelas se preparaba caldo con el mismo hueso de res
que un vendedor alquilaba por poco dinero. Además, cuando no tenía con qué
pagar el alquiler de su cuarto en la pensión, su dueña lo dejó vivir gratis en
la buhardilla del edificio durante más de un año.
En
esta época escribió su primera novela, El
Coronel no tiene quien le escriba, en clave de sus vivencias y los
recuerdos de su infancia en Aracataca. La historia del Coronel es una metáfora
de sí mismo: terco y obstinado por no vender su gallo de pelea, que encarna el
honor, vive con su mujer cuyos reclamos incesantes lo perturban inicialmente y luego
harán parte de la rutina en una especie de fondo musical en la espera infinita
por la pensión de guerra. Gabo en estos días tenía un romance con la actriz de
teatro española Tachia Quintanar, que intentaba ayudarlo con algún dinero que
ganaba lavando platos o barriendo bares. Ella recuerda que Gabo no prestaba
ninguna atención a sus reclamos y quejas, lo encontraba absorto escribiendo en
las mañanas, ataviado con una ruana raída, el gorro de lana para protegerse el
frío y unos guantes gastados en las yemas de los dedos de tanto hundir las
teclas de la máquina de escribir.
Gabo
en tono de sorna le decía cada día: «¡llegó la Generala!».
Retratado por Darío Morales en París.
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