La geisha de las Farc o historias sexuales de la guerrilla
Marta Prats es una escort (acompañante remunerada o trabajadora sexual no visible) española que escribe un blog llamado Guía Geisha desde 2010, en este escribe sobre prostitución, su bitácora de viaje en las que cuenta sin tapujos sus aventuras sexuales, una especie de sexografía. Para ella el sexo es un contenedor infinito donde cabe el mundo. En una de sus entradas cuenta que conoció en Barcelona a una venezolana, La Alondra, quien le contó su historia como prostituta al interior de las Farc.
La Alondra fue llevada a un campamento de la guerrilla en 2002 como visitadora. Tenía diecinueve años cuando atravesó la frontera con Venezuela, fue conducida a un lugar donde se les hizo una primera selección junto con otras cincuenta prostitutas. A las que no cumplían los requisitos de belleza se las devolvía a su casa previo pago de un millón de pesos (trescientos euros), dice Alondra. Las demás seleccionadas —entre ellas Alondra— continúan el camino en camiones con techo de lona que traquetean por caminos de fango, con un calor insoportable, subiendo y bajando montañas, adentrándose en la selva.
En una pequeña aldea de barracones de madera y chamizos de hojas de palma están dispuestas unas diez chozas: el emplazamiento para su trabajo. Sin embargo, las recibe un médico ginecólogo fariano para un día entero de chequeos, incluida una prueba de VIH. La selección se repite: quienes no pasan el filtro las devuelven. Escribe Prats “[Alondra] piensa a veces en esos tremendos guerrilleros, tiene miedo de que la violen, de que la maten, comienza a oírse por la noche el fuego cruzado de ambos bandos”. Al siguiente día, las espera un guerrillero que controla a los combatientes en su día de descanso. El nombre de cada una de las chicas está marcado en un cartelito adherido con un clavo en la puerta de la choza, un cartelito detrás del cual decenas de hombres hacen fila mientras se entretienen con revistas pornográficas o periódicos viejos. Cada uno de ellos dispone de veinte minutos para el servicio. Les dan preservativos (algunas veces reusados o limpiados en un río cercano).
Alondra le explica a Marta que ella hacía rayitas en una libreta para ir controlando cuántos hombres habían pasado. “El guardia también controla y lo hace bien —escribe— . Al que se pasa, un tiro. Hubo uno que se quitó el preservativo, la chica gritó y el guardia sin mediar palabra lo tiroteó en el pie. No hubo nada más, los demás se comportaron”.
Al final del mes, cuando se van, reciben el dinero de las cuentas que llevan en la libreta: diez euros por cada polvo (unos $25.000 pesos). No es mucho pero para lo que se ofrece no está mal. Es un sexo sencillo y rápido. “Allí solo se folla: ni sexo oral ni besos” escribe Parts en su blog. “Allí los machos nunca besan a una prostituta. Esos hombres son sencillos, pagan y quieren diversión”. Añade que, cuando un comandante se encapricha con una de ellas, le solicita dormir toda la noche, y las chicas se ponen contentas porque ganan más y follan menos. Pero las exigencias aumentan.
A los tres o cuatro días el sexo se vuelve rutinario . Lo peor es la comida, escribe Alondra, un mismo menú que todos comparten. Se cocina lo que se puede, no hay carne, ni arroz, ni fruta. A veces se cocinan serpientes, carne que al fin y al cabo se come con gusto. Un pequeño banquete.
Narcotraficantes y guerreros constituyen uno de los segmentos más pujantes de la demanda por servicios sexuales en Colombia. Visto desde la perspectiva de las organizaciones militares verticales, la prostitución para atender ejércitos es tanto universal como milenaria. Desde la mujeres coreanas que fueron obligadas a satisfacer las urgencias sexuales de los japoneses conquistadores antes y durante la segunda guerra, pasando los ritos de iniciación de las pandillas en Centroamérica, o la historia del capitán Pantaleón Pantoja, encargado de montar el servicio de visitadoras en el ejército apostado en la Amazonía peruana, protagonista de la novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa, quien vivió en la región de Iquitos entre 1958 y 1964. En fin, las organizaciones armadas ilegales desarrollaron mecanismo para atraer este mercado, puesto que en sus filas se desarrolla de manera considerable.
En los periodos donde está presente la muerte se reafirma el instinto de vida porque el peligro merodea (bombardeos, tomas a pueblos, zonas rojas). En tiempos de guerra el sexo es un revelador de las mentalidades y del comportamiento humanos.
Mauricio Rubio acude a un reporte de la Office of War Information norteamericana de 1944 en su libro Viejos verdes y rama peladas: una mirada global a la prostitución, cuenta que las mujeres de consuelo (confort women) se encontraron en todos los lugares donde era necesario que la armada japonesa peleara. “El término que usaban los soldados japoneses para referirse a estas mujeres era nigyuichi (29 a 1), o sea el número de servicios que se esperaba prestaran cotidianamente”. Por su parte, el periodista francés Patrick Buisson escribió 1940-1945, los años eróticos, en el que saca a la luz los comportamientos sexuales en la Francia ocupada por los alemanes durante la guerra. La operación seducción estaba en su apogeo en 1941. Las francesas —en particular las parisienses— pasaron del miedo a la curiosidad y luego a la simpatía por los soldados y oficiales alemanes, bien vestidos, bien alimentados y bien instruidos por sus superiores. Durante la ocupación alemana, los prostíbulos fueron revisados y reajustados a las necesidades de los invasores. Los soldados recibieron una lista de los burdeles autorizados (donde luego se harían grabar retozando con las prostitutas o disfrutando de películas pornográficas), para prevenir cualquier contagio de enfermedades venéreas debían hacerse revisiones sanitarias para control de la sífilis, la enfermedad más temida entonces. Buisson estima que en París había entre 1,500 y 1,800 burdeles. Durante la ocupación el número llegó a dos mil.
Campamento del Bloque sur de las Farc. Fotografía de Camilo Rozo para El País de España.
Regresando a la historia de La Alondra, después de un mes de retozo, el retorno es difícil pues el Ejército está cerca. “Se oye fuego cruzado, tiros, granadas, no hay paso para ellas y hay menos trabajo” escribe Marta Prats en su entrada. A las chicas las invaden las dudas sobre la posibilidad de cobrar por su trabajo. Por fortuna para La Alondra, un comandante se ha fijado en ella. Se trata de un “viejito, uno de los duros, un histórico, militar que dejó el Ejército y se unió a la guerrilla”. Ella logra que le paguen pero le preocupa que el Ejército la capture y le encuentre los fajos de billetes. Su amigo le hace esconder el dinero dentro de sus botas altas.
Cuando la llegada del Ejército al campamento es inminente el comandante encaprichado con La Alondra se la lleva junto con su escolta hasta una propiedad suya localizada a unos tres días en carro desde el campamento. Llegan de noche a “una finca inmensa en medio de zonas de pastoreo con mucho ganado, cuadras con caballos, cerdos, cabras, gallinas, cultivos frutales, yuca, maíz. Una casa con habitaciones de suelo de mármol, baños, jacuzzi, cocinas de coca”, escribe Alondra. Después de un mes en la selva ella no cree en las comodidades que tiene a su disposición. Pasan allí dos meses tranquilos, alejados del peligro militar, disfrutando de la vida.
Por lo que describe La Alondra (que continúa viajando y disfrutando de ese espejo empañado en el que cualquiera puede reconocerse, como define al sexo), su protector hizo parte del grupo de cuarenta comandantes de las guerrillas en La Habana que discutió la necesidad de realizar reformas rurales, que entregó las armas personales y las escondidas en cerca de mil caletas de la guerrilla a lo largo y ancho del territorio, cuestiones de mayor trascendencia política y estratégica que las visitadoras o los polvos obligados y grupales que hubo dentro de la guerrilla, y que no hizo parte de la agenda de negociación ni de la Justicia Especial para la Paz JEP.
Para terminar, un informe de la Fiscalía General de la Nación presentado en febrero de 2017, titulado Violencia basada en género (VBG), revela que el 43% de los ataques sexuales protagonizados por las guerrillas, ocurrieron durante las sus ataques o tomas. El 29% de las violaciones sucedieron cuando paramilitares o guerrilleros intentaban tomar el control de un territorio, mientras que el 18% de los ataques se perpetraron en las propias filas de la guerrilla. La investigación revela que gran parte de los ataques sexuales más violentos tuvieron como víctimas a mujeres de entre 15 y 30 años; y que se perpetraron, mayoritariamente, entre los años 1996 y 2005.
En Twitter @Sal_Fercho
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