El hombre de la correspondencia del edificio Agustín Nieto le entregó a la secretaria de Gaitán un montón de cartas para su jefe. Eran cartas escritas a mano o en letra de máquina, enviadas desde los rincones más alejados del país con noticias de los seguidores de Jorge Eliécer Gaitán, que había decidido lanzarse a la Presidencia de la República tras la muerte de Gabriel Turbay Abunader, su único contrincante al interior del Partido Liberal, quien había viajado a Europa para hacer una especialización en medicina luego de la derrota del partido en las elecciones de 1946. Sin embargo, aquella mañana septembrina, la secretaria dejó sobre el escritorio de su jefe otro tipo de correspondencia, tan relevante como la información de los comités gaitanistas. Se trataba de un oficio judicial enviado desde Caldas, con la notificación de que el proceso del teniente Jesús María Cortés, sindicado de haber asesinado a un periodista en su oficina por haber ofendido el honor militar había sido trasladado a la capital, y que él sería su defensor.
Gaitán estaba idealmente dotado para el estudio y, en especial, la práctica del derecho. En los estrados —escribe Herbert Braun—, llamaba la atención sobre él, pero sólo al estar defendiendo a otros. Desde que ganó su primer caso en 1923, cuando defendió a un pequeño minorista condenado por el robo de una considerable suma de dinero a un tolimense rico y muy respetado que hacía parte del monopolio del aguardiente de la región, construyó una oratoria demoledora y una capacidad retórica sin igual. Era un defensor arrojado que comprendió pronto que su poder estaba en las palabras. En su oratoria: el talento para cautivar multitudes. Además, el derecho era el camino ideal para ingresar a la vida pública. Las crónicas judiciales de los años veinte hacían del abogado joven y recio el protagonista de sus relatos. “Emocionante triunfo de Gaitán” o “Hoy interviene el defensor Gaitán en los estrados” eran titulares frecuentes en los contenidos de entonces. Cuando recibió el título de abogado de la Universidad Nacional era un tipo reconocido: un abogado de pueblo (de oficio, como se les llama hoy) a quien saludaban en la calle, le atendían en algunos salones o reservaban mesa en los cafés del centro de la ciudad. En uno de sus defensas más célebres, defendió a una de las implicadas en el caso de “La Ñapa”, que conmocionó a la Bogotá de finales de los veinte, logró que su defendida recibiera la menor pena posible, unos seis años con derecho a beneficios.
Un dandi latino en la Italia de Mussolini
Una semana después del triunfo, El Mundo al Día lo entrevistó para conocer más del defensor de rasgos aindiados y de irreverente lingüística para quien el espectáculo lo era todo, no tanto porque era un demagogo sino porque era una positivista con una noción del cambio histórico. Gaitán habló de su formación como abogado, de su paso por la Escuela de Criminología de Enrico Ferri y Cesare Lombroso, del individuo enfrentado a la injusticia social, de su infancia en el barrio de Las Cruces, de su ambición política y, no menos importante, de su predilección por la elegancia y el buen vestir que conoció de primera mano en la Italia de los años veinte, cuando hizo su especialización en derecho penal en Roma. En aquella época Benito Mussolini decidió que era momento de construir una moda italiana que compitiera con Francia a la hora de vestir mujeres y hombres. Gaitán no fue ajeno a esta apuesta cultural y política que sobrevivió al fascismo y que hizo de la moda italiana un referente universal. Existen numerosos retratos de los años que pasó en Italia en la academia de Enrico Ferri, en los que refleja elegancia y seguridad en sí mismo. Le gustaba andar bien trajeado —excesivamente bien trajeado, escribió Mario Jursich en el libro Archivo Gaitán—. No sorprende que la imagen del joven Gaitán sea la de un dandi latinoamericano que hace todo lo posible por impresionar a los demás (épater le bourgeois), antes que la de un abogado y político serio y juicioso en ciernes. Gaitán disfrutaba siendo el centro de las miradas. El poeta Luis Vidales cuenta que alguna vez se encontró con Gaitán en el café La Redonda en París en el invierno de 1927, se sorprendió al percatarse que su amigo estaba ataviado con un traje de verano y zapatos lustrados. Llamó de inmediato la atención por llevar el traje de la estación opuesta. Vidales le advirtió de la equivocación, pero Gaitán no lo tomó en serio, al contrario, indignado le contestó: “envidioso”.
Veinte años después, cuando la imagen de presumido evolucionó a la de un abogado aplomado y robusto que vestía con elegantes trajes de paño y era una de las figuras púbicas más importantes del país, Gaitán decidió defender al Teniente Cortés, acusado de disparar a Eudoro Galarza por faltar al respeto a los militares.
La legítima defensa del honor militar
Fue así: el teniente Cortés se presentó en la redacción del periódico La Voz de Caldas con pistola en mano para retar a duelo al responsable de haber publicado una nota que lo señalaba de haber abofeteado y lastimado a uno de sus hombres en el cuartel de Ayacucho, acantonado en la ciudad. Después de discutir con el jefe de redacción y con varios editores, fue invitado a la oficina de Eudoro Galarza. Al principio, embriagado por el pundonor militar, evadió sin tapujos la invitación del director del periódico para discutir su molestia y llegar a un acuerdo. Galarza estaba desconcertado con la agresividad de aquella actitud. Sin embargo, unos minutos después, cuando leyó en voz alta los tres párrafos de la nota en cuestión y el teniente no contradijo ninguna afirmación, el desconcierto se trasformó en estupor. Mirando fijamente a Eudoro Galarza, con una orden breve e inapelable le dijo que debía rectificar el asunto. Galarza se apresuró a señalar su máquina de escribir, le dijo que estaba disponible para que la usara, sin importar el tiempo que necesitara para redactar su alegato. O mándeme una carta que yo se la publicó con mucho gusto, le dijo.
El teniente Cortés no dio ninguna muestra de rencor, pero cuando Galarza le tendió su mano para despedirse de él, sacó la pistola de la pretina de su pantalón, y le dijo que esto lo iban a arreglar de inmediato. Disparó en tres ocasiones. Galarza, que no llevaba ningún arma, trató de defenderse y evadió el primer disparo, pero el segundo le atravesó la garganta, y el tercero se le incrustó en la clavícula izquierda. Fue trasladado a la Clínica Restrepo de Manizales, donde murió a las diez de la noche.
La tesis jurídica que Gaitán construyó en este caso, causó admiración y controversia: la legítima defensa del honor militar se basó en los conceptos de legítima defensa y el derecho al honor, en este caso, el militar. En un libro que compila los mejores discursos de Gaitán en su carrera como penalista, se reproduce la argumentación de su tesis jurídica.
“Los elementos básicos de la legítima defensa son solamente dos: el agresor y el agredido. En la legítima defensa del honor los elementos son tres: el agente que agrede, el agredido que es el poseedor de la honra y la sociedad que es la que aprecia si hubo o no deshonra […]”. Como buen representante de la escuela positivista de Ferri, Gaitán intentaba ahondar en la dimensión emocional y subconsciente de las personas, de sus defendidos, conocer la necesidad sicológica del teniente Cortés cuando decidió disparar en contra de Eudoro Galarza. “No se le puede exigir al soldado vilipendiado y ofendido que vuelva al cuartel a justificar su cobardía con razones como ésta: soy un cobarde, la sociedad nos tiene en menos por eso […] No, el verdadero comportamiento es el del teniente Cortés que reclama primero contra los ataques injustos a los militares y luego rechaza la agresión personal de que se le hace objeto”. La defensa del teniente Cortés ahonda en temas vinculados a la ausencia de responsabilidad y logra, en parte, explicar la carencia de premeditación o de culpa del militar. El discurso de Gaitán es una mixtura de saberes y conceptos positivistas que involucra las ciencias criminales y la medicina legal, también las valoraciones morales que se entrelazaron alrededor de los protagonistas de esta historia. “El motivo determinante que se proponía Cortés era el del honor, que debe ser apreciado subjetivamente. La finalidad propuesta no fue la de matar. La finalidad fue elemental y justiciera, aquella a que todo hombre tiene derecho: pedir una rectificación, porque él sentía que los ultrajes públicos vulneraban su honor personal y, sobre todo, porque aquella correspondía a una campaña infame contra el Ejército de Colombia”, dijo Gaitán.
Es una argumentación jurídica imposible de sostener hoy. La Constitución de 1991 estipula que si un ciudadano (usted, yo, un senador o una estrella cualquiera) considera que un medio de comunicación ha vulnerado sus derechos, puede solicitar la rectificación de la información publicada, e indicar cuál es o dónde está la falsedad, tergiversación o descontextualización de lo informado. En aquel entonces, no. Hoy ocurre algo similar con las redes sociales: la cloaca del mundo digital, de la corrección política. Además, no cabría el recurso de la legítima defensa ni la vulneración del derecho al honor como en la época de Gaitán. Recordemos la relación cercana de las fuerzas armadas (Ejército y Policía sobre todo) con el Partido Liberal, en especial con el gaitanismo.
En aquel entonces, Gaitán construyó la teoría del honor en un crimen rotulado como pasional. Ocurrió en 1935, cuando el político y periodista liberal caleño (director de El Relator) Jorge Zawadzky asesinó a Arturo Mejía Marulanda, quien se aprovechó de su trabajo como médico de la familia para seducir y tener amores ilícitos con la esposa de Zawadzky, Clara Inés, relación que fue descubierta por el esposo ofendido. Una noche, el médico acudió a la casa de la familia para practicar un tacto vaginal de última hora a Clara Inés, aunque no logró explicar por qué realizó el examen en penumbras, como aseguraron los testigos. Al siguiente día, luego de tomarse un café en su casa, Mejía salió a la calle para tomar un taxi hasta su consultorio. Allí lo esperaba Zawadzky con revólver en mano, en el momento en que Mejía se percató de su presencia emprendió la huida, pero fue alcanzado por Zawadzky, que le descargó la batería completa de disparos y luego se entregó a las autoridades. El crimen revistió características morales, sociales y científicas en el país de entonces. Fue llamado por El Tiempo el caso del siglo. El notable alienista Miguel Jiménez López fue designado como perito para revisar el estado mental del asesino. Jiménez López declaró que Zawadzky actuó bajo el impulso de un “emotivo constitucional” en estado de obnubilación mental, y por tanto no era responsable del homicidio. Gaitán se ayudó del concepto del alienista para poner en duda la estabilidad mental de Zawadzky y considerar su inimputabilidad, y se basó en algunos apartados del Código Penal de 1936, en especial sobre los atenuantes producto del amor o de las pasiones. La teoría era simple: Zawadzky había asesinado a Mejía en procura de su honor y del “del sagrado derecho del marido de matar a quien le esté haciendo infiel a su esposa”.
Los alegatos del apoderado de la familia Mejía Marulanda intentaron cuestionar los dictámenes periciales psiquiátricos sin mayor éxito, pues la apabullante defensa de Gaitán cerró cualquier posibilidad de triunfo, y el caso se cerró con la absolución de Zawadzky. En su tesis de doctorado en historia (Crímenes pasionales en Colombia, 1890-1936), Oscar Armando Castro trae a cuento la reflexión que hizo José Antonio Montalvo —que como miembro del conservatismo decidió hacerse cargo de la representación de la familia Mejía, quizás con el propósito de enfrentarse a quien se perfilaba entonces como uno de los grandes jefes del partido liberal— sobre su contraparte.
“[Gaitán] sobre los hombros de los jueces habrá conquistado su grandeza política, porque fueron los triunfos forenses los que le granjearon la brillantez de su carrera política”.
La última victoria de Gaitán
Gaitán fue ovacionado durante cinco minutos por los asistentes al salón de audiencias del Palacio de Justicia cuando terminó su abrumadora intervención en favor del teniente Cortés, a la una de la madrugada con diez minutos del 9 de abril de 1948. Había que estar allí. El penalista cerró su alegato con una frase que ha sido contada en películas y libros de recuerdos sobre las últimas horas de vida del caudillo liberal, hasta ser parte de un compendio de anécdotas, una versión íntima de lo ocurrido en su última defensa: “Teniente Cortés, no sé cuál sea la respuesta del Jurado, pero la justicia la espera y la siente. Teniente Cortés, usted no es mi defendido. Su noble vida, su doliente vida puede tenderme la mano, que yo estrecho con la mía por saber que le estrecho la mano a un hombre de honor, de honradez y de bondad”. Después de la intervención de Gaitán, el juez Pedro Pérez ordenó evacuar el salón de audiencias para que el jurado popular pudiese debatir sin molestias ni distracciones. A las dos de la madrugada, los jueces del pueblo entregaron su veredicto. El juez leyó el fallo de conciencia en medio de una tremenda carga de expectativa. El veredicto aceptó que el teniente disparó a Galarza Ossa con la intención de matarlo, pero que lo hizo en legítima defensa del honor a la agresión (una nota de periódico). La absolución fue íntegra por justificación del hecho. En ese momento, el teniente Cortés —vestido con el uniforme militar intachable y su pelo engominado y sus gafas de carey redondas— abandonó su dureza de carácter para darle un abrazo a Gaitán, que lo recibió un tanto sorprendido. Esa es probablemente la última foto que le tomaron a Gaitán en vida. La tomó Luis Alberto Gaitán, “Lunga”, uno de los fotorreporteros más importantes del siglo veinte en Colombia, quien registró desde los años treinta con su cámara muchos de los principales sucesos de la vida nacional, entre ellos, el irresistible asenso y posterior asesinato de Gaitán. Éste fue sacado en hombros del Palacio de Justicia hasta el restaurante Morrocó, en la calle 23, donde permaneció una hora larga celebrando su triunfo más importante como penalista. Regresó a su casa sobre las cuatro de la madrugada. A pesar de haber trasnochado junto con sus amigos y militantes, no alteró su rutina: se levantó temprano para trotar media hora en el Parque Nacional, regresó a casa manejando él mismo su carro, y llegó eufórico a su oficina de abogado, en el cruce de la carrera Séptima con Avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana del 9 de abril de 1948. Nadie imaginaba lo que sucedería unas horas después.
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