La borrachera, las luces de un carro fantasma, un viejo rencor… nadie supo qué fue lo que pasó. Lo cierto es que la madrugada del 1 de junio de 1989 todo en la morgue era color verde. Dicen que la cantidad de cadáveres desbordó la capacidad de la morgue, que los forenses de turno acomodaron dos o tres cuerpos en cada bandeja metálica y los demás los dejaron en el suelo envueltos en banderas verdes. Horas antes, sobre las diez de la noche, Atlético Nacional había ganado su primera Copa Libertadores tras derrotar a Olimpia de Paraguay en el estadio El Campín de Bogotá. Y mientras el país celebraba el que hasta entonces era el triunfo más importante del fútbol colombiano, el médico forense Pedro Morales recibía cadáveres.
Hablan —la gente, los otros forenses curtidos— que ningún medio de comunicación registró la alarmante cifra, pero el doctor Morales no la olvida. Esa noche recibieron más de 150 cadáveres, uno tras otro. Dicen que desde Medellín llegaron decenas de buses con hinchas de Nacional, y regresaron días después de un guayabo mortal. Otros dicen que en esa caravana viajó como incógnito Pablo Escobar junto a algunos amigos que eran hinchas del verde, porque él tampoco quería perderse la final. Cuentan algunos más que no recuerdan la definición por penales porque se emborracharon antes del partido, y se enteraron del triunfo por las noticias.
—Cuando hay un partido importante, prefiero que pierda Colombia.
Pedro Morales mira fijo y repite:
—Así no nos matamos de la alegría.
Es casi mediodía en la oficina del subdirector de servicios forenses de 67 años, que ha visto pasar, a través de los cadáveres, los años más violentos de la historia reciente de Colombia. Sus manos han examinado miles de cueros que al llegar a la morgue pierden sus diferencias y reciben el mismo trato: víctimas de la bombas de Pablo Escobar, miembros del Secretariado de las Farc, políticos, modelos, personas sin identificar, soldados, habitantes de la calle, niños, niñas. Morales tiene una frase que resume sus cuarenta años de trabajo en Medicina Legal.
—La morgue es muy democrática. Allí, todos somos iguales.
No puede dejar de mirar a los ojos. Mira como si estuviera tasando el alma del que lo escucha. Debió aprender a hacerlo cuando entró a estudiar su especialización en patología en la Universidad de Antioquia en 1980, cuando la patología era vista como una profesión rara y anodina. Nada lo distrae, ni siquiera el gran ventanal desde donde se ve la antigua calle del Cartucho, el Parque Tercer Milenio, los diminutos habitantes de la calle, el esmog. Tiene su despacho en el séptimo piso del edificio de Medicina Legal, a pocas cuadras de la residencia presidencial.
—Los muertos me enseñan todos los días la fragilidad de la vida.
Hace cuarenta años comenzó a trabajar en Medicina Legal, y hoy asegura que lo ha visto todo, pero la muerte todavía lo impresiona. Menciona que ni los mutilados, ni los carbonizados, ni los abaleados ni los trozos de cuerpo lo impresionan. Nada lo ha sobrecogido más que el cadáver de una mujer joven que llevaba una camiseta de Atlético Nacional hace treinta años: sus manos intactas, los rasgos finos de su cara, sus músculos vigorosos, las venas azuladas bajo la piel. Un cuerpo que parecía el más fuerte pero que estaba extinto.
—La vida es frágil —dice Morales—. En cualquier momento podemos morir, aunque estemos sanos. Nos impresionamos con la muerte, otras veces la repudiamos, nos empeñamos en ocultar toda relación con aquel horror. El horror a la muerte —decía el antropólogo francés Edgar Morin— permite alcanzar las primeras y más frágiles sensibilidades en torno a la vida, y le dan un sentido. Si fuéramos eternos, podríamos aplazar todo. Aplazar los amores, aplazar los perdones. Pero no lo somos, aunque se nos olvide.
***
El doctor Pedro Morales dice que debería haber un regulador de las ilusiones extremas. Una gota de realismo, en un país donde los triunfos y las derrotas se celebran o lamentan con borrachera y violencia destructiva. La tarde y noche del 5 de septiembre de 1993, cientos de personas salieron a celebrar el apabullante triunfo de Colombia sobre la Argentina de Batistuta y Goycochea. El tráfico se atascó en varios puntos de Bogotá, lo único que se movía en círculos de ebriedad era la multitud de hinchas celebrando, un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro, como pelando una cebolla. Óscar Collazos recuerda que la Patria (con mayúscula, claro) había estado tan por encima de un partido de fútbol.
Los gritos de júbilo patrioteros se mezclaban con insultos al perdedor. Unas semanas antes, en Barranquilla, el equipo de Maturana y el Pibe Valderrama y Valenciano le había quitado un invicto de más de treinta fechas a la Argentina, prepotente y orgullosa bicampeona que no conocía la derrota desde la final del Mundial de Italia. Aquella tarde Dios dejó ser argentino para convertirse en currambero: “la selección encarna y sintetiza una positiva identidad nacional”, escribió Enrique Santos Calderón. Quedaban tres partidos de aquella eliminatoria, incluida la venganza argentina en Buenos Aires.
Aquel 5 de septiembre, luego del 5 a 0, los comentaristas destrozaron a los perdedores. Machacaron al arquero Goycochea, cuestionaron la capacidad goleadora de Batistuta, se burlaron de la reciedumbre castigada de Simeone. Esa noche, recuerda Collazos, no bastó haberle ganado al adversario; había que humillarlo, como sucede en las disputas políticas nuestras y en el código de honor de las mafias. Él sintetizó el tsunami de aquella masa destructiva: “La gran olla a presión patriótica”.
La Revista Semana dio las cifras del festejo en Bogotá: 82 muertos, 67 de ellos por homicidio y 15 por accidentes de tránsito, y 725 heridos, todo como consecuencia de la embriaguez. Estás cifras -cuenta Semana- están muy lejos de los promedios normales de la violencia urbana durante los fines de semana que están alrededor de los 27 muertos y un cantidad similar de heridos. ¿Las causas? El orgullo desproporcionado, el consumo de alcohol y la violencia física: la frustración y la desesperanza por la violencia en que estaba (está, siempre ha estado) sumido el país, cuando Medellín era la ciudad más violenta del mundo y los Pepes en su cacería implacable y cruel hacia todo y todos lo que estuvieron relacionados con Pablo Escobar dejó más muertos que la guerra civil de El Líbano. La goleada contra la Argentina tenía dimensiones de venganza (Maradona había dicho que había un statu quo en la jerarquía mundial del fútbol: Argentina arriba y Colombia abajo) que produjo más violencia.
Después vino la eliminación en el Mundial de Estados Unidos, la rabia por el asesinato de Andrés Escobar en Medellín, la vergüenza de ser colombiano. El mismo país que endiosa a los que un día le dan triunfos y alegrías, es el mismo que los vuelve papel excrementicio cuando pierden.
Recuerdo que Morales insistía en una gota de realismo, en el amor o en deporte o en la vida: el regulador de las ilusiones extremas. El equilibrio entre lo humano y lo ausente, los rituales que nos permiten sentirnos más a resguardo del inexorable destino que a todos nos toca, y que no deberíamos precipitar por los triunfos o derrotas del equipo amado o aquella Patria que todo lo justifica y aguanta. Treinta años después del primer triunfo importante del fútbol colombiano, algo hemos aprendido o quizás las medidas de ley seca evitaron que los forenses revivieran los fantasmas de aquella noche en la que todo en la morgue era verde, o el empate agónico con Alemania o el apabullante triunfo sobre la Argentina, cuando nos matamos de pura alegría.
En Twitter @Sal_Fercho
Le puede interesar otras columnas:
El empresario chino más duro del sector de San Victorino
Algunos datos factuales, fragmentos y videos fueron tomados de El Tiempo, Revista Semana, Revista SoHo, El Espectador y del libro CSI Colombia que publiqué con Random House Mondadori en 2018.