El Cementerio Central de Bogotá es el vecindario de un gremio de artistas casi invisibles: los marmoleros, que tienen un oficio entre la muerte y las urgencias de los vivos. Este es un recorrido por sus talleres y su escenario, que incluye las lápidas de Hitler, Mandela y Diomedes Díaz, entre otros.
Uno de los cuatro sacerdotes que ofician en el Cementerio Central termina de rezar el Padre Nuestro mientras su asistente alista el agua bendecida para esparcir sobre el ataúd envuelto en una bandera azul. La madre del fallecido llora desconsolada agarrada al brazo de otra mujer y el serenatero de exequias, un hombre de baja estatura y casi ciego, tararea una canción de Javier Solís, Dios nunca muere. Canta dos más, como había convenido minutos antes con la familia, por cinco mil pesos.
El sol de la tarde es picante y obliga a varios hinchas presentes a buscar refugio entre los viejos mausoleos del sector. Algunos aprovechan para encender cigarros de marihuana y abrir una botella de aguardiente. Al terminar la ceremonia, un líder de la barra inscribe con un trozo de madera el nombre del difunto, Jonathan Giraldo, en la arena mojada que sella la bóveda, ubicada en el globo A del cementerio.
Dos días después, Carlos Cortés, un hombre joven de tez morena, revisa en su agenda –un cuaderno de hojas arrugadas llenas de polvo fino de piedra– el nombre y la fecha del encargo que tiene pendiente en su taller de marmolería. Es el de Jonathan. Los datos que anota señalan que la lápida se hará en mármol gris con el escudo de Millonarios de fondo y en el contorno de la losa, tal como lo pidió Lilia Pulido, madre del joven difunto.
—»Esa lápida la hago en dos días» —afirma Carlos con suficiencia—, «esto es diciendo y haciendo». Pero antes debo terminar un encargo importante.
Se trata de un relieve en piedra encomendado por la Fuerza Aérea colombiana para el aeropuerto militar de CATAM, en el que lleva trabajando diez días con algunas de sus noches. Pule varios detalles del águila –símbolo de la FAC– con su martillo neumático, al fondo se escucha música bailable en un radio pequeño negro que nunca apaga porque le permite concentrarse con facilidad. Después de que prende el martillo, me doy cuenta del ruido dispar de este sector adjunto al cementerio: afuera, en la marmolería vecina, un ayudante lima una roca con una pulidora; los vendedores ambulantes ofrecen sus productos con micrófonos improvisados; carros y buses pitan desesperados en cada cambio de semáforo. Aquí se trabaja en voz alta, contrario al silencio del cementerio, donde puede oírse la respiración de los transeúntes. El primer contraste rudo entre la vida y la muerte.
Dejamos a Carlos en su trabajo y vamos con Sebastián Jaramillo, nuestro fotógrafo, a recorrer la acera de las marmolerías, sobre la carrera 20, entre el Cementerio Central y el Parque Renacimiento. La de Henry Garagoa, “Turquesa”, exhibe un black hawk tallado en piedra, que un oficial del Ejército encargó para su hijo, quien falleció en un accidente de tránsito y cuyo último regaló a su padre fue precisamente un dibujo del helicóptero. En el taller de la familia Cordero, resalta la lápida de Adolfo Hitler, con una inscripción antisemita y la esvástica en el florero; a su lado están la de Nelson Mandela, con una fotografía a todo color, y la de Alfonso Cano, barbudo y de gafas en el centro de la losa. Jorge Eliécer Gaitán, Michael Jackson, Diomedes Díaz y Joe Arroyo también tienen sus lápidas expuestas. Algunas son encargos, otras las tallan para llamar la atención de clientes y visitantes.
Un rasgo común de las losas, es el retrato del fallecido: viejos, niños, altos, gordos, sonrientes o de mirada severa. A finales de los años noventa en la marmolería de Segundo Cordero, la familia de un abogado encargó su lápida y cuando la viuda estaba pagando, le mostró una fotografía de su esposo; don Segundo le sugirió tallarla como una forma de consuelo para su familia. Sin darse cuenta, entre pedidos y fechas especiales, los encargos para bóvedas y sepulcros con retratos y fotografías se hicieron cada vez más comunes. Una percepción de la muerte diferente a la de las familias tradicionales de hace un siglo, y una necesidad concreta: hoy es extraño que alguien encargue una lápida sin dejar la imagen en vida de su familiar muerto.
—Nosotros llevamos toda la vida aquí —dice Miguel Hernández Cordero, sobrino de don Segundo y tercera generación de marmoleros del cementerio—, desde pequeño me la pasaba acá con mis primos y hermanos.
Miguel es un hombre de contextura gruesa, ojos hundidos y negros, que expresan serenidad en su mirada. Igual que la mayoría de marmoleros, está cubierto de un polvo fino de pies a cabeza. Sale un momento del taller y se quita los guantes de tela gruesa para darnos la mano.
—En esta calle trabaja toda la familia, los Cordero y los Hernández fueron los primeros en llegar. Mi abuelo, don Miguel Cordero trabajaba en las Empresas Públicas de Cundinamarca; mi abuela, Victoria León, vendía flores en un puesto que todavía existe. A él lo echaron los liberales en 1944 y se dedicó a ayudar a la abuela en el negocio. Eso sí, ambos están enterrados en el cementerio.
Los primeros fabricantes de mausoleos fueron familias extranjeras, como los Ricci, inmigrantes italianos que se dedicaron a la marmolería artística. Fabricaban esculturas, bustos y monumentos para familias distinguidas de la ciudad que compraban a perpetuidad los lotes en el Cementerio Central. Los primeros maestros eran tan celosos con su trabajo, que no permitían que sus ayudantes entraran a su taller, salían si necesitaban alguna herramienta especial o el arreglo de otra. Cuando murieron se llevaron los secretos de su oficio, dejando a las siguientes generaciones la necesidad de aprender por cuenta propia. Así, las familias Cordero, Hernández y Cortés retomaron el oficio en sus marmolerías.
Luis Alberto Hernández, primo de Miguel Cordero, que trabaja de espaldas a nosotros, grita sin mirarnos:
—¿Dónde están la resina y el molde ploteado, hermano? ¡Esto hay que sacarlo hoy!
De modo que sin explicaciones complejas comprendí la diferencia entre el oficio de ayer y el de hoy: los viejos trabajaban a mano sin herramientas eléctricas ni ayudas de moldes, les bastaba un boceto e iniciaban la talla. Era una época en la que los imaginarios de un catolicismo medieval marcaban el pulso de la vida cotidiana. Se decía que el ser humano era un peregrino entre dos ciudades: la de abajo donde vivían los hombres y la de arriba, morada de los santos, la Jerusalén Celestial. Hoy es diferente, se niega cualquier vínculo con la muerte, se le teme, quienes pueden, entierran a sus muertos en las afueras de la ciudad, no en cementerios sino en jardines. Miguel sintetiza la diferencia con un plumazo de astucia:
—Los clientes de mi abuelo apreciaban este arte; hoy la mayoría sólo cuida su bolsillo.
—Hoy se trabaja más rápido —dije.
—Claro, la calidad es distinta. Para mí esto es un arte, pero hay que aceptar que también es un negocio; por eso le jalamos a hacer cocinas, lavamanos, mesones, chimeneas para apartamentos —confiesa con un tono sereno y agrega—… como sea, hay que sobrevivir.
*
El Cementerio Central se construyó en 1846 como parte de una política de salubridad pública para separar el espacio en el que habitaban los vivos del lugar de donde descansaban sus muertos. Desde la época de la Colonia hasta entonces, los cadáveres se enterraban en las iglesias y conventos. Por eso la primera característica del camposanto fue encontrarse fuera de la entonces área urbana de Bogotá.
Al día siguiente del entierro del seguidor de Millonarios, el cementerio ya no es azul ni está lleno de hinchas. Se volvió gris, las nubes cubren el cielo y la lluvia pertinaz parece eterna. Son las nueve de la mañana y en la entrada principal, debajo del letrero Expectamus Resurrectionem Mortuorum (Esperamos la resurrección de los muertos) dos celadores le compran tinto al único vendedor que hay en ese punto de la calle 26. Uno de ellos es Gerardo Vargas, quien estuvo de guardia toda la noche y termina al mediodía. Después del papeleo con la administración y presentar permisos, se ofreció a acompañarnos.
Nos vamos primero a la zona histórica. En el callejón de los presidentes crece la hierba desordenada de los años de abandono, algunos tienen una rosa ya marchita, otros los salvan los bustos en roca o comparten la tumba con su esposa. En la tumba de Gustavo Rojas Pinilla, sobresalen diez claveles marchitos que cubren el epitafio “Caudillo del pueblo”, detrás están apretujados los generales que lo sucedieron en el poder entre 1957 y 1958. Más allá, el mausoleo de Virgilio Barco está hecho con mármol de Carrara y su estructura moderna cubre un gran espacio. Enseguida está enterrado Alfonso López Pumarejo, también con un mausoleo de Carrara negro, que exhibe su firma y alguna de sus frases célebres, ya ilegibles pues las letras se han borrado por el tiempo. Al final del callejón, en un pequeño sarcófago de mármol blanco reforzado con bronce, sobresale el nombre de Laureano Gómez junto a un ramo de claveles rojos en un rústico papel de envolver, ofrenda de un grupo de skinheads que ayer lo visitó, comentó el celador.
Todos los presidentes de Colombia tienen derecho a un mausoleo en este callejón, solemne y ordenado como un tablero de ajedrez. Paradójicamente, los más visitados no llegaron a la Presidencia: Luis Carlos Galán –entre mármoles blancos y ladrillos, que forman una gran cruz hueca, llena de agua lluvia y flores que nadan en ella– y Carlos Pizarro Leongómez –custodiado por un dibujo de la espada de Bolívar, placas de agradecimiento “por su alma por los favores recibidos”, flores frescas y hasta frases de amor recién escritas con marcadores–. Ese panteón fue construido por la familia Cordero por encargo directo del M-19 en 1992. Tardaron un mes en conseguir el mármol blanco, que fue tallado entre cuatro personas en un taller de Usaquén y pesa más de mil kilogramos.
La mayoría de tumbas de la Elipse Central –el nombre del sector– pertenecen a familias ricas bogotanas de antaño, fueron construidas por reconocidos escultores, arquitectos o familias italianas dedicadas a la marmolería artística. Aquí está el imponente panteón de la familia Foley o el mausoleo de los Convers, con jardineras y columnas en mármol de Carrara e inscripciones en bronce, difíciles de leer pues han sido saqueadas.
En los márgenes del sector histórico se encuentran los mausoleos sucesivos de loteros, de acomodadores de carga, de conductores, de emboladores, de profesores y de servidores públicos. Son construcciones de unos ocho metros de alto adornadas con un dibujo colorido del oficio. El celador nos cuenta que el pabellón del Ejército Nacional es visitado a diario por un coronel retirado y varios soldados que limpian, reparan daños y velan por la paz de sus “lanzas”. El de la Policía, por el contrario, está cercado por una tela raída que impide su entrada, se encuentra tan ladeado que podría derrumbarse en cualquier momento.
Caminando hacía el sector Trapecio, el panorama es otro: se trata de las bóvedas de niños y jóvenes. Sus lápidas están adornadas con figuras de dibujos animados, mensajes de amor en cintas rojas y fotografías de ellos en vida. Niños y muerte son un binomio incompatible y estremecedor. Una tumba tiene la figura de dos notas musicales blancas incrustadas en una valla negra, que asemeja un pentagrama. Me acerco para saber de quién se trata pero no hay nombres, sólo una frase de adiós, la foto de un niño con su violín, y dos fechas: 1952-1959. Por aquí, también son muchas las lápidas de aficionados al fútbol: escudos de equipos, “campeones por siempre” y fechas que revelan edades entre los 14 y los 16 años.
Desde hace medio siglo, los grupos populares fueron adquiriendo mayor importancia en la dinámica del cementerio, adaptando a su percepción los espacios y monumentos que heredaron de las élites. De ahí la cantidad de fotos de sus muertos, los mensajes escritos con marcadores sobre las lápidas o los collages que acompañan al fallecido en su último viaje. El primer vestigio del cambio fueron las fosas comunes improvisadas en las que se enterraron a los muertos del Bogotazo, en 1948; años después, en 1966, se construyó una estatua de Jorge Eliécer Gaitán sobre el otro costado de la calle 26 para que tuviese una panorámica simbólica de sus muertos.
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Estamos en la marmolería de Carlos Cortés de nuevo. Ya terminó el encargo para la Fuerza Aérea. Saca de los cajones de su escritorio una tarjeta de cotización en la que está impresa la imagen del Moisés de Miguel Ángel Buonarrotti, el artista que su padre, Saúl Cortés, admiraba desde niño, cuando fue aprendiz de los viejos maestros italianos en Bogotá.
—Mi papá quería ser como Miguel Ángel —dice después de quitarse el tapabocas—. Era talentoso, vivió en la calle hasta que entró de aprendiz en un taller a los once años, y a los veinte ya tenía su propia marmolería.
—¿Cómo le enseñó su papá este oficio?
—Con amor y paciencia, aprendí mirándolo, en este mismo sitio en el que estamos. Por eso digo que nos legó un conocimiento que llevamos en la sangre, eso no tiene precio.
Hoy, el negocio de las marmolerías del Cementerio Central está de capa caída, en parte por la creación del parque El Renacimiento, en el año 2000, cuando se clausuraron más de 18.000 tumbas y bóvedas; también por la decisión de muchas familias de incinerar a sus muertos. La muerte, dice una canción, es un problema de los vivos.
En esta situación, Carlos Cortés optó por dictar clases de escultura en piedra y mármol en un instituto en Soacha los fines de semana. También atiende encargos especiales, como estatuas de caballos o cabezas de toro en mármol, salvavidas para el negocio. Hace una semana regresó de Manaure, Guajira, donde hizo una lápida de dos metros con un águila en la cabecera. Está contento, le pagaron bien.
Antes de despedirnos y con las tarjetas guardadas, sentencia con el conocimiento y empeño de varias generaciones:
—A diferencia de los viejos maestros, comparto mi conocimiento con los demás. Y me gusta que, a pesar de todo, seguimos adelante. Esa es la ventaja de los marmoleros de hoy con los de antes.
Esta crónica apareció en una versión distinta en la revista Bacánika y hará parte de un libro que recopilará mis crónicas. Las fotografías corresponden a Sebastián Jaramillo Matiz.
En Twitter @Sal_Fercho
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