Hoy se presenta el informe final de la Comisión de la Verdad sobre el conflicto de los últimos cincuenta años. En homenaje a este hecho, les comparto esta historia sobre el antropólogo César Sanabria, forense líder del Proceso de Justicia y Paz, que vio el horror de la guerra colombiana a través de cientos de cadáveres de víctimas que llegaron a su despacho en Medicina Legal hasta 2014.
En una masacre perpetrada por el grupo de alias ‘Martin Llanos’ entre el 15 y el 20 de julio de 1997, a ella le abrieron el abdomen y el tórax con un machete en dos cortes: uno vertical y otro horizontal. Fue tal la brutalidad de la tajadura que alcanzó a rayar un disco de la zona baja de la columna vertebral. Los testimonios de las víctimas relatan que la dejaron expuesta en la plaza del pueblo, amarrada a un poste luz que no servía, con la orden perentoria de no socorrerla so pena de sufrir la misma suerte.
El antropólogo forense César Sanabria recibió el cadáver de la mujer de veinte años hace dos semanas. Mientras asignaba los demás restos óseos que llegaban remitidos de la Fiscalía fue consciente de los muertos que su cuerpo de investigadores ha logrado identificar. Alrededor de 500. Uno tras otro en orden de llegada. Pocos medios de comunicación han registrado esta cifra, pero el doctor Sanabria no la olvida. Para él son la muestra de la maldad humana.
—Los huesos hablan
Dice Sanabria con su nervio habitual mientras toma un tazón de café sin azúcar. El tercero de la mañana. Cuando regresa de saludar a un antropólogo que lo requería con urgencia, imprime a su voz un tono didáctico y un poder de convicción inalterable.
—Pero hay que saber qué dicen —dice—. Conociendo lo que pasa con la muerte sabemos lo que pasa con los vivos.
Este Palmero que llegó a Bogotá a finales de los ochenta huyendo de la violencia del Magdalena Medio es uno de los antropólogos al servicio de Medicina Legal que llevan los casos de Justicia y Paz. El marco jurídico promovido por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y aprobado por el Congreso para facilitar la desmovilización de paramilitares en Colombia, que no ha estado excepto de críticas y cuestionamientos: las cifras de asesinados, desplazados, desaparecidos y reinsertados varían junto con las versiones de quien investigue o haga parte del proceso. Sin ocultar una amargura revestida de humor negro Sanabria tiene una forma sencilla para calcular los muertos del conflicto:
—Colombia debería ser declarada camposanto.
El edificio donde funciona el laboratorio de Antropología Forense y Genética tiene más de cien años. Allí funcionó la escuela Santa Inés, en la que estudiaban los niños más pobres de esta zona: hijos de prostitutas, recicladores, desplazados y drogadictos. En el segundo piso, en un salón de enormes ventanales de madera que rechina por el alboroto persistente de cientos de palomas que rasguñan el techo de zinc, trabaja el grupo de antropólogos que buscan dar identidad a los miles de desaparecidos que hay en Colombia. Allí está Angélica Mahecha, antropóloga de la Universidad de los Andes que lleva cuatro años trabajando en Medicina Legal, concentrada en un examen de densitometría.
Ella mide los huesos de una columna vertebral con su pie de rey (una regla de alta precisión), sus manos blancas y huesudas de un tono morado por el reflejo de los guantes de látex contrastan con la habilidad y la delicadeza de su labor. Saluda a Sanabria y bromean entre ellos, se acerca hasta donde estamos con el fotógrafo de Medicina Legal, dubitativa por la petición de Sanabria de contar qué caso analiza.
—Ella es mía.
Indica mientras busca en una carpeta los datos del cadáver.
—La abrieron en cruz.
El forense Sanabria catea con la mirada el hueso de la lesión, y Angélica, a quien le asignaron este caso dos días atrás, se inclina sobre la mesa para mostrarnos el disco exacto de la rajadura. Lo levanta para observar mejor.
—No la atacaron por la espalda. Fue un golpe seco y punzante.
Dijo Sanabria.
Cuando Angélica termine con esta mujer le esperan cientos de esqueletos, “de cadáveres que fueron personas, que tuvieron una historia”, señala el vicedirector de Medicina Legal, Pedro Morales. En este salón hay diez mesas, una para cada antropólogo, además de computadores, equipos de densitometría y laboratorio de conservación biológica. Todos los cadáveres llegan desmembrados, a la mayoría se les retira el tejido blando, luego son examinados para establecer sus características generales: sexo, ancestro, edad biológica y la talla. Esta información ingresa a una base de datos que se utilizará para construir el perfil biodemográfico de Colombia. Tarea colosal que el instituto asumió hace cinco años para establecer patrones de identificación de muertos y desaparecidos, para saber cómo somos, qué dicen nuestros huesos. Esta labor ha sido reconocida en el todo el mundo, en especial en Iberoamérica, donde el instituto es referente de investigación.
—Esto es lo que hacemos todos los días —enfatiza Mahecha, mientras revisa una carpeta de datos—hay casos que tardan semanas, otros apenas unos días.
Un antropólogo del equipo llegó agitado después de subir las escaleras del laboratorio huyendo de la llovizna que se convirtió en tormenta en segundos. Cuando escuchó la petición de Sanabria, tomó aire con dificultad y se quitó sus anteojos para secarlos con la franela blanca que llevaba puesta.
—No he visto el primero —advirtió con un dejo de extrañeza en su mirada—. De hecho, creo que nadie ha visto uno solo
Le dijo luego de darle una palmada en el hombro. Sanabria, que es un hombre terco y obstinado (hay que serlo si se dedica a descifrar esqueletos) no le hizo caso. Fue de una mesa de investigación a otra, levantó las carpetas cafés en las que se anotan los datos de la identificación, abrió las cajas ordenadas como cajones de armario y revolvió los esqueletos guardados en cada una; inspeccionó calaveras, fémures y humeros con el frenesí de un niño a quien le han escondido su juguete favorito. Repitiéndose en voz baja un sartal de conjeturas. Hasta que regresó al punto de partida de su búsqueda. Extrañados, permanecimos en silencio mientras Sanabria agitado y con una sonrisa que dibujaba una línea en sus labios, se resignó a decir:
—No encontré ningún cadáver con lesiones de motosierras.
Con Angélica Mahecha y el fotógrafo nos miramos consternados.
—Me perdona, doctor Sanabria —dijo suavemente Pedro Carreño, —pero hay cientos de testimonios que cuentan el terror de las motosierras.
El doctor Sanabria detuvo en el aire la búsqueda de sus cigarrillos Marlboro, y descargó sobre él todo el peso de su experiencia.
—Claro que existen —dijo—: de que los hay, los hay.
Luego de encontrar el encendedor terminó su café y firmó el requerimiento que una asistente le trajo, diciéndonos:
—Deben estar muy bien escondidos. Yo mismo iría a desenterrarlos.
Diez minutos después, estamos en la cafetería de Medicina Legal. Un cuarto pequeño donde las losas blancas del piso brillan como espejos, y la atmósfera sobrecogedora por las paredes blancas y el frío que corre en la esquina del parque Tercer Milenio hacen que se forme un nudo en la garganta. Es la sensación de trabajar con los muertos. Un tabú que se sortea a diario con los gajes y las urgencias de cualquier oficina. Sentado con los pies estirados, Sanabria remeda el tono de voz entumecido de una de las señoras del aseo mientras despacha un tinto que una de ellas le ofreció. Me sirvo un café negro y lo acompañó en la mesa.
—Ahora sí cuénteme lo de las segundas necropsias —digo serenamente—, y su búsqueda de la tumba de Federico García Lorca.
—Está de moda hacerlas. Pero no he examinado ninguna celebridad.
Con un tono didáctico me explica que el tejido óseo es menos perecedero que el resto del organismo, se conserva más tiempo, por eso los huesos son un material precioso, quizás el único para conocer físicamente a los hombres, sus relaciones, creencias, padecimientos, las circunstancias que rodearon su muerte y lo que ocurrió tras ésta.
—Con una segunda necropsia —indica— encontramos información que antes ni siquiera sospechábamos.
El auge de la Paleontología y de la Antropología Forense en la última década sirve como ejemplo de las posibilidades que ofrece su estudio; y su desarrollo, a mediano plazo, es brillante. Uno de los investigadores más reconocidos, no sólo en el medio científico sino en la pantalla chica es el doctor Miguel Botella, quien dirige el instituto de Antropología Forense de la Universidad de Granada. Por sus manos han pasado los restos óseos de Cristóbal Colón, reyes de España, momias del antiguo Egipto y del Medio Oriente, entre otros.
Una mañana de marzo de 2003, cuando concluyó un informe de su tesis como magíster sobre el dimorfismo sexual en primera vértebra cervical, Cesar Sanabria apareció en la oficina de su profesor unos minutos antes de dar una conferencia sobre sus descubrimientos.
—¿Qué les va a decir a los periodistas, maestro?
Botella, en un tono amable y pedagógico, propio de su compostura de maestro emérito, le respondió:
—Sólo había 150 gramos de huesos. Ojalá hubiésemos tenido un cráneo completo. Esperan que digamos mucho teniendo muy poco.
Estas segundas necropsias se han hecho en Colombia, adaptando los métodos y herramientas de investigación a las circunstancias de nuestro conflicto. Un caso fue el de Carlos Horacio Urán, magistrado de la Corte Suprema de Justicia que salió con vida en la toma del Palacio de Justicia y apareció al siguiente día entre las ruinas con un tiro en la cabeza. Los exámenes forenses revelaron que Urán recibió un tiro a quemarropa de una pistola 9 milímetros, desvirtuando así que murió por una bala perdida de fusil durante el enfrentamiento del Ejército y el M-19 el 6 de noviembre de 1985. En el Caso Colmenares también hubo una segunda necropsia.
Salimos de la cafetería a fumar, el aguacero ha mermado pero la lluvia suave es permanente, ensopa el techo de las unidades móviles del instituto, unas camionetas blancas, enormes, con el logo de Medicina Legal a los costados. Allí recogen a los muertos que a diario llevan a la morgue. Distendido y con la confianza de dos horas de charla, Sanabria cuenta la nostalgia envuelta en los recuerdos felices de su niñez que vivió en La Palma, Cundinamarca, en compañía de sus padres y seis hermanos; la adolescencia prematura que lo hacía ver mucho mayor de lo que realmente era por su estatura generosa y la costumbre de fumar un paquete de cigarrillos al día, que lo hacía hablar con una toz permanente de perro viejo.
Por esa época vivió de cerca la violencia que azotaba a Colombia a comienzos de los noventa. Huyó a Bogotá. Una maleta pequeña de cuero en la que empacó dos pantalones, tres camisas y un par zapatos era su equipaje. Fuera de la muda que llevaba puesta, armada para el frío bogotano, no tenía nada de valor. Alquiló una pieza en el centro de la ciudad, por la que pagaba mil pesos con derecho a tres comidas diarias. Cuatro semanas después, siguiendo el consejo de un amigo se presentó a estudiar Antropología en la Universidad Nacional. Se graduó en 1998. Tres años después se especializó en investigación criminal en España.
Cesar Sanabria trabaja en Medicina Legal desde 2011. Ha visto pasar por sus ojos, a través de los restos óseos, los años más violentos años de la historia de Colombia. Sus manos han examinado cientos de cadáveres que al llegar al laboratorio de antropología forense y genética pierden sus diferencias y reciben el mismo trato: víctimas de masacres paramilitares, como la de Sabanalarga, Mapiripan, Cumaribio, Tierralta o Remedios. Sanabria, hoy jefe investigador de antropología forense, lo ha visto todo, pero la muerte todavía lo impresiona.
—Usted no sabe lo que he visto.
Asevera mientras enciende un cigarrillo en el patio de la escuela vieja.
—O peor: lo que me han contado.
¿Qué le han contado o qué ha visto?
Tal vez sea la tarde en que acompañó a Álix Alirio Barragán, alias ‘Llanero’, a buscar una fosa común en un municipio cercano al río Meta. Cuando llegaron a un puente de hormigón que atraviesa el río, Barragán le contó que debajo de éste había una bocatoma en la que habitaban cocodrilos que saciaban su hambre con los campesinos amarrados por una cuerda al puente que él y sus compinches colocaban cabeza abajo. Batallaban con las manos amputadas y los gritos de terror durante unos segundos, pero sucumbían al cansancio de la lucha y se resignaban a una muerte atroz en la boca del cocodrilo. O quizás fue la mañana de marzo de 2005, cuando por orden de un juez debió ir con Luis Alfredo Garavito a hacer la inhumación de los cuerpos de cinco niños en Quindío. Sorprendido no tanto por la atrocidad del asesinato sino por la claridad de la memoria y la frialdad que Garavito escondía tras su apariencia de pueblerino tímido.
—Quiero decir —sonrió Sanabria en medio de la humareda —que la mayoría de cuerpos que llegan a Medicina Legal han sido encontrados por las confesiones de los líderes paramilitares.
—Son las reglas de juego.
—¿Y cuánto cree que tardaremos en el resto?
Dijo Sanabria en tono retador y prosiguió.
—En cinco años se han recuperado 5.400 cadáveres. ¿Cuánto nos demoraremos si cada Mancuso o don Berna deben diez mil muertos? ¿Y los que faltan de la guerrilla? Esta tarea no la completaremos ahora, por eso le dije a mi nieta que me pasará su hoja de vida cuando se graduará de antropóloga forense. No hay afán. Esto se demora cincuenta años más por lo menos.
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