Para refrescar a “El príncipe”, clásico texto de comienzos del siglo XVI, en el que Nicolás Maquiavelo enseña cómo conservar el poder en una retreta de sanguijuelas ambiciosas y desciende a la realidad del alma humana los idealizados gobiernos que lucubraron los griegos.
O para exponer a su manera lo que recientemente Robert Greene ha manufacturado en su libro “Las 48 leyes del poder”, una especie de “manual sobre las artes de la ambigüedad”.
O simplemente para recordarnos aquella máxima que señala que el poder corrompe, pero el poder total corrompe totalmente, Netflix ha regalado desde el 5 de marzo a su audiencia cada vez más creciente, la cuarta temporada de “House of Cards”.
Ya me la devoré como a sus tres predecesoras, también ellas retratos de la ambición que desata la lucha por y el ejercicio del poder que logran los personajes Frank Underwood y su esposa Claire, asentados desde hace ya varios capítulos en la Presidencia de los Estados Unidos, e interpretados con excelencia por los actores Kevin Spacey y Robin Wright, esta última convertida en una verdadera revelación como actriz, productora y directora.
Para llegar a la Casa Blanca han hecho de todo, especial y visiblemente más Frank, que ha procedido hasta con el empalago del crimen para escalar sus peldaños de poder y tapar las argucias desplegadas para conseguirlo. Claro, y sin el ánimo de malograr la mirada sobre los capítulos para quienes vayan en cualquier temporada o se motiven a verla por esta nota, se va descubriendo poco a poco que Claire no es ninguna perita en dulce y que puede darle sopa y seco a su maloso marido.
Es un quehacer proceloso el que ilustra la serie, amalgamando intereses a cambio de favores, acordándolos con miembros del Congreso y funcionarios de bolsillo, a los que se compra con dinero del Estado o de los poderosos, pero se les amedrenta con la manipulación de los secretos sobre sus vidas personales. Tal vez nada diferente de la época de las cortes que menciona como referencia el libro de Greene, pero eso sí, inserto el tejemaneje siniestro en la vida digital de ahora y en la manipulación de los medios de comunicación.
La temporada tercera terminó con una posible desavenencia entre Frank y Claire, que amenazaba colapsar su hasta ahora exitoso negocio político. No voy a contarles qué pasa en la cuarta. En todo caso es una enseñanza de cómo todo –desde el amor hasta la desarmonía conyugal— terminan siendo dóciles afluentes que tributan sus corrientes en el gran delta del poder.
Hay un evento que brota como dimensionado acicate de la ambición, cegador imán que rompe definitivamente esos linderos que separaban el bien del mal, dos fuerzas que la conveniencia ha vuelto tan permeables, que hoy es difícil caracterizarlas separadas. Se trata de las reelecciones o cualquier forma sucedánea que se use para perpetuarse en el poder.
Pueden contarse con los dedos de la mano los presidentes reelegidos en el mundo para completar períodos de éxito, que se van a sus casas con el palmarés intacto. La mayoría, arruinan con los desaciertos del segundo mandato (o tercer mandato y de ahí en adelante los que se emparentan con la dictadura, incluso a través de herederos funestos) la plenitud y los triunfos del primero. Y son frecuentes, demasiado, las veces que terminan convertidos en sátrapas de juguete, arruinando las arcas de un país no solo con sus torpezas sino con el desangre de institucionalidad y dinero contante y sonante que necesitan para pagar hipócritas lealtades.
De eso, y de muchas cosas más, entre ellas el papel de los periodistas en las ruedas de prensa y en la maquinaria de circulación de imágenes –como también el rol de quienes se sostienen investigadores, probos, críticos y fieles a la esencia del oficio–, de todo eso hay en “House of Cards”. De la que no vislumbraría uno la carga de pudrición que traerá para la quinta temporada, pero bien es sabido que de la naturaleza humana siempre hay mucho qué esperar. Sobre todo lo peor.
Comentarios