Foto tomada de Futbolred.com

Los adultos estamos viciados, a diferencia de los pequeños que ven el fútbol sin prejuicios ni reproches. Lo acabamos de comprobar en Colombia, cuando un niño despertó nuestro asombro en plena cancha del estadio El Campín.

“Vikonis, te quiero; Vikonis, te quiero mucho”, le dijo el pequeño hincha al arquero de su amado equipo. Segundos antes, Millonarios le había hecho un gol de último suspiro al Tolima. Era un partido de rutina, pero el menor no pudo aguantar la algarabía que originó la victoria.

El gol decisivo se dio al costado sur del estadio, pero la escena sucedió al norte. El portero Vikonis estaba arrodillado, “rezándole a la Virgen por los tres puntos”, según contó, cuando apareció de la nada este menor arropado en llanto.

La imagen fue una lección. El portero uruguayo intentó calmar al pequeño de camisa azul, le preguntó por sus padres –que increíblemente lo dejaron “escapar” de las tribunas- y los ubicó. Más allá, el niño demostró que aún se puede ver el fútbol puro y sin complejidades. Reaccionó a sus inocentes emociones, las que ya no caracterizan a los adultos.

Era mejor el fútbol cuando éramos niños. Escenas como la que vimos en El Campín están en vía de extinción. El problema es que el protagonista de esta historia, de unos 10 años de edad, no se imagina lo que está detrás de su pasión.

De grandes aprendimos que el fútbol no es tan romántico como un abrazo entre hinchas. Si la pelota se mancha es porque hay sucios que la patean. Existen muchas perversidades… directivos que pagan a esos mismos hinchas para que secunden sus intereses, dirigentes que se roban fortunas a costa de la pasión que genera el espectáculo, jugadores que se venden en partidos amañados, representantes que explotan el talento de niños a punta de comisiones y promesas y hasta gentuza capaz de escupir a Messi.

Es simplemente brutal como todos los males del mundo han hecho fotosíntesis en el fútbol.

Ahora, todo cambió. Entre más crecemos menos jugamos. Criticamos todo y absolutamente nada escapa al insulto. Ya no se putea el televisor como antes sino que se escribe el madrazo en Twitter. ¿En qué momento empezó el miedo a ir al estadio? ¿Por qué dejamos armar las pandillas de hinchas-maleantes? ¿Por qué parece que no hay nada que haga cambiar estos males?

Ese niño en El Campín fue genial. Protagonizó una escena surrealista en tiempos en que las cosas simples no nos maravillan. Por eso mismo es triste pensar en lo que le espera. Este pequeño hincha de Millos ya entró a un mundo complicadísimo, en el que hay corrupción, mafias y padres y técnicos capaces de afrentar a sus hijos por no demostrarse como grandes  futbolistas. El juego dejó de ser. El abuso y las desigualdades resultan concluyentemente abrumadoras.

No creo que me equivoque al decir que los niños ven el fútbol que debe ser, es decir, uno natural, propiciador de los mejores sentimientos, mientras los grandes ya estamos maleados con su desafiante entorno. Quijotescamente, nosotros pretendemos cambiarlo desde alguna orilla, pero lo disfrutamos realmente en casos extraordinarios. El pequeño que vimos en El Campín crecerá y entenderá en el futuro que el fútbol no está como pudiera ser.

En Twitter: @javieraborda


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