La última ocurrencia del Mandatario era inaudita. Quería secuestrar al mejor y más famoso jugador colombiano, James Rodríguez, y obligarlo a hablar bien de su Gobierno y la revolución socialista. Maduro pensó retenerlo unos días para arreciar contra el «capitalismo pitiyanqui» del que tanto se quejaba. “¡El mundo me va a escuchar pronto!”, prometía a cada rato en sus cotidianas alocuciones.

El equipo colombiano llegó a Venezuela sin problemas. La crisis era evidente, con gente atrincherada en las calles, hogueras y motociclistas armados, pero el bus que transportaba a los jugadores no tuvo reparo en alcanzar el estadio Pueblo Nuevo de San Cristóbal. Poco antes de bajar, Dávinson Sánchez, defensor recio, alto y negro, miró con atención la plaza de Toros Monumental y profetizó: “¡Hoy vamo’ a regar sangre en la cancha! ¡Vamo’ al Mundial porque vamo!’”. Y todos lo acompañaron con un ensordecedor ¡Viva, Colombia!

La Selección tricolor se jugaba ante un equipo eliminado su paso al Mundial de Rusia. Pero el juego como tal no lo era; era más conveniente hablar de un enfrentamiento con un tinte político de altas dimensiones. El presidente colombiano, Juan Manuel Santos, había utilizado durante meses a Maduro con tal de acabar a la guerrilla de las Farc en un proceso de paz y después de callar mil injusticias contra el pueblo venezolano tuvo la osadía de criticar, ahí sí, al Gobierno del vecino país. En su típico estilo, Maduro le contestó con rabia en la boca: “Santos, eres una sanguijuela”, “lacayo”, “esclavo del imperialismo”. “¡En la cancha también te vamos a ganar, traidorrrr!”.

Inicialmente, James no iba a estar en Venezuela por culpa de una lesión menor, pero el técnico Pékerman se arriesgó como pocas veces y le ordenó públicamente acompañar al equipo en todo momento. “No me importa lo que diga el Bayern, James quizás no juegue, pero va a estar con nosotros, así sea en las tribunas”, sentenció el DT en rueda de prensa.

Cuando empezó el partido, cerca de 500 militares chavistas habían acordonado el estadio (Aquí están los planos utilizados). Varios estaban también al interior informando lo que estaba sucediendo. Dos en especial tenían la misión de seguir todos los pasos de James. Aunque al comienzo todos pensaban que el crack iba a estar en las gradas, el técnico lo mandó al banco de suplentes. La idea inicial era retenerlo en la tribuna y sacarlo en segundos del estadio para llevárselo a Maduro a la casa presidencial, donde él observaba el juego.

Colombia fue un desastre al inicio del cotejo. Unos niños de 20 años que habían quedado subcampeones del Mundial Juvenil tocaron el balón sin misericordia y velocidad. El 1-0 para los locales a los 28 minutos fue más que justo. Un misil de media distancia de Tomás Rincón fue inevitable para el portero David Ospina. Maduro celebró diciendo: “¡Y ahora vamos por ti, James!”. Poco después, lo llamaron:

Colombia se había salvado del 2-0 y del 3-0 gracias a su portero. Cuando Wilton Pereira Sampaio pitó el final de la primera etapa, Pékerman estaba desesperado y sus jugadores, agobiados. James se había comido todas las uñas de sus manos. Y Pékerman, como pocas veces se le había visto, se mostró desencajado, con la corbata suelta y la camisa por fuera, y no quiso que sus jugadores ingresaran a la parte baja del estadio para la charla técnica.

Los jugadores,  estupefactos y sentados en círculo a un costado de la cancha, se miraron entre sí sin entender muy bien lo que pasaba. James se señaló con su dedo índice hacia el pecho. “¿Yo… yo?”, preguntó. Y sin más se quitó la chaqueta y la sudadera, le pidió al utilero sus guayos y calentó. La tribuna se emocionó. “Oeeee oeeeeee ¡Jameeees!, ¡Jameeeees!”.

Maduro, arrellanado en su silla presidencial, lamentaba lo que veía en el televisor. Todas las cámaras enfocaban a la estrella calentando. Luego, la izquierda no socialista de James empezó a repartir balones a placer. ¡Fue un crack! Dejó mano a mano a Falcao a los 60 minutos, pero el delantero botó el gol. Ya era otro el juego. James pedía la pelota, la repartía, buscaba pases gol, remataba de media distancia, en fin… ¡Colombia buscaba la victoria! Maduro, energúmeno ya, no tuvo más remedio que ordenar a sus hombres especiales de la Guardia Bolivariana esperar hasta el final del partido ahí mismo en la pista atlética y a los que estaban rodeando el estadio les ordenó la retirada. “¡Este partido no lo podemos perder!”, “¡el mundo me va a escuchar!”, gritó, y rompió un vaso contra la pared.

Al minuto 85 del choque, Colombia también rompió el arco venezolano. Giovanni Moreno, tras un pase genial de James, pateó fuera del área y fulminó cualquier resistencia con una pelota que viajó, por poquito, a 80 kilómetros por hora. La red no soportó semejante balonazo y se descosió. Fue un gol sublime que, tristemente, no fue celebrado como se merecía porque el empate no era suficiente. Falcao pidió rápido a los recogebolas otro balón, lo llevó al centro del campo y apuró a los venezolanos a reanudar el juego. Todos los colombianos intentaron otro gol, con desorden, pero con amor. El campo de la “vinotinto” fue invadido por la escuadra tricolor. Un riflazo de Cardona, un cabezazo de Murillo, un penalti que no fue, centros y más centros… ¡Dios! ¡Fue espeluznante el ataque! Pero el 1-1 no cambió. “¡jueputa!”, se lamentó James al oír el silbato final.

Sin que Pékerman lo pidiera, los jugadores se quedaron en el campo, no se fueron al camerino. Se quitaron la camiseta amarilla y algunos, como Santiago Arias, la intercambiaron con jugadores venezolanos.  Debajo, todos tenían un esqueleto blanco con una impronta en el pecho. Titulares y suplentes de los dos equipos y ambos cuerpos técnicos se formaron rápidamente en fila en el medio campo. Juntaron sus brazos, los alzaron y todo el mundo vio entonces un par de frases escuetas, pero reconfortantes: “¡Fuerza, Venezuela!” “¡Fuera, Maduro!”. La ovación en el estadio y tras los televisores fue absoluta. Colombianos y venezolanos se abrazaron y aplaudieron a rabiar.

Maduro apagó con rabia el televisor, caviló y tras unos segundos espetó: ¡Esclavos del imperialismo! ¡Millones y millonas que no saben nada del fútbol, si acaso Maradona!

Pronto, llamó a los dos militares que aún permanecían en la pista atlética y les dijo que esperaran allí hasta que no hubiera una sola persona en el estadio. Luego marcó, desde otro teléfono móvil, uno más sofisticado y secreto, a un personaje sin nombre al que le ordenó liquidar a los dos agentes. Los cuerpos fueron encontrados esa misma medianoche en la Plaza de Toros con sendos disparos en sus cabezas. Maduro no quiso dejar ningún rastro de sus intenciones. Al otro día, salió como si nada a visitar un barrio pobre de Caracas y allí un joven chavista le dijo: “Comandante, ese partido no se podía perder y no lo perdimos”.  Maduro botó una estruendosa carcajada. Como premio a su comentario, le regaló al joven un mercado y siguió saludando a la muchedumbre. “¡Este mundo me tiene que escuchar!”, susurró.