Por: Humberto Izquierdo

Por estos tiempos accidentados, en los que el mundo parece más resignado a esperar el Apocalipsis que dispuesto a sacudirse y reencontrar el camino de la esperanza; en los que la inagotable y sofocante cantidad de información aliena las mentes de los más jóvenes y aturde las de los que ya van de salida;  en los que el destino de la gente que no atesora riquezas ni ostenta posiciones de poder depende cada vez menos del mérito y esfuerzo propios y más de los intereses y caprichos ajenos; y en los que, por todo lo anterior, abundan los votantes pesimistas, desesperanzados, ignorantes, escépticos, egoístas, vanidosos, irresponsables y también mediocres,  la decencia  de los candidatos debería ser el motivo más importante a la hora de votar.

Se avecinan las elecciones parlamentarias y presidenciales y los colombianos, para variar, van a seguir votando por el más churro, en el caso de los mujeres, o por la más buena, en el caso de las hombres, aunque no sabría cómo darle gusto a Florence Thomas y hacer uso de un lenguaje incluyente para no discriminar a los gais, ahora que está de moda hablar de millones y millonas en países vecinos en los que, para respetar a rajatabla el buen uso del castellano, habría que entrecomillar la palabra democracia (y antes de proseguir, quisiera dejar constancia de la frustración que me produce la subraya roja de la que se vale Microsoft Word  para recordarme que la palabra millona no existe).

También van a seguir votando porque el candidato es hombre y al macho sí lo respetan, como si Ángela  Merkel o Michele Bachelet no hubieran demostrado tener más pantalones que cualquier hombre en el mundo; o porque es de extracción popular, como si en Colombia ya no hubieran gobernado varios de esos que vienen de abajo y, una vez en el poder, se olvidan de dónde vienen y contribuyen a hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres; o porque es joven y, por consiguiente, es sinónimo de renovación o innovación, como si no tuviéramos suficiente delfín en el acuario nacional y como si los viejos no pudieran ser igual o más creativos que un joven; o porque es viejo y tiene experiencia, como si esa experiencia no fuera también en saquear los recursos públicos, en sobornar para no dejar rastro alguno y en perpetuar la presencia de sus múltiples corbatas en las de por sí anquilosadas entidades estatales.

Otros colombianos, influenciados por un falso intelectualismo, aunque igualmente imbuidos por el pesimismo propio de la época, van a seguir votando por la misma izquierda trasnochada que dice encarnar los ideales de igualdad, inclusión y reconciliación, pese a que el sistema económico en que se fundamenta haya traído consigo más pobreza, más miseria y más esclavitud que el propio capitalismo, y pese a que comparta los mismos vicios de la política tradicional, fruto de la cual los nietos del Dictador saquearon a nombre de la izquierda la capital del país, sin que mediara arrepentimiento alguno que sugiriera nombres distintos a los de la sobrina de un recordado liberal, hoy es candidata a la presidencia, que acompañó a su tío para derrotar al Frente Nacional en la teoría y legitimarlo en la práctica.

Otros, que se dicen liberales, van a seguir agitando la bandera roja y votando de conformidad, aun cuando siempre han discriminado al diferente, hundido al que le sirve y, en su casa, maltratado a la mujer y repudiado al que no tiene apellido, mientras la tolda liberal divaga entre dos fuerzas burocráticas que heredaron el caudal de quienes todavía tenían algo de ideólogos y estadistas.

Hasta allí la mitad de los colombianos. La otra mitad se quedará en su casa porque durante el domingo de elecciones, como de costumbre, van a prevalecer las excusas de siempre, la ignorancia creciente y la irresponsabilidad reinante.

Es cierto que también habrá colombianos que van a votar por la trayectoria, la hoja de vida y por los planteamientos atribuibles a los candidatos. Pero no es menos cierto que esos colombianos seguirán siendo, durante por lo menos un siglo más de historia, una inmensa e impotente minoría que continuará al vaivén de un electorado ignorante, escéptico y mediocre, víctima de un círculo vicioso del que es protagonista.

Sin embargo, hay un solo motivo para votar que no conoce de ignorancias, de escepticismos ni de mediocridades. Hay una virtud de los candidatos que es transparente a la educación, al estado y a las capacidades del electorado: la decencia. Un votante no necesita haber estudiado, ni ser el más optimista y ejemplar ciudadano para diferenciar entre un candidato – o un gobernante, si se quiere reelegir-  lo suficientemente decente como para no perseguir a quienes diariamente lo atacan y lo calumnian, como es común en la política, de uno que no le importa polarizar y enfrentar a todo un país para satisfacer su apetito de poder e imponer sus caprichos. Para diferenciar a un gobernante que juega con la guerra, de otro que es capaz de ofrecer un sendero de perdón y de reconciliación, muy a pesar de la impopularidad de la idea.

La decencia no asegura una total eficiencia ni una absoluta transparencia. Tampoco una especial inteligencia. No promete paraísos ni utopías. Lo que sí ofrece es el camino de la paz, que es el de la libertad, el perdón y la reconciliación. Ofrece el único camino que desactiva el círculo vicioso de la política, que combate el enfrentamiento y fomenta el diálogo y el disenso. Es por eso que la decencia es la virtud que, a mi juicio, le corresponde descifrar a los colombianos para elegir en el 2014.

Parágrafo: La cara y el nombre de Uribe en el logo de su partido son una vergüenza que no merece Colombia. Sin embargo, la democracia no tiene la culpa de que a sus integrantes los motive más la figura de un líder carismático y autoritario que las ideas, las capacidades y las condiciones de los candidatos. Por eso prohibir la presencia de la palabra uribismo en el tarjetón es aun más vergonzoso para un país que se diga democrático.

www.palabrassociales.org                          T.  @HumbertoIzqSaa