Por: Josué Martínez

El recuerdo más antiguo que tengo de ella me lleva a cuándo era niño. Al entrar, Iba directo a esa sección, en determinado lugar del estante. Eran libros anchos y largos, pero no muy gruesos, los conocía todos. Con ver la imagen en la carátula reconocía su nombre, uno que otro no tenía imagen pero también los reconocía. Muy pocas veces sucedió, pero cuando llegaba uno nuevo, me hacía muy feliz. Sabía que iba a estar por un rato sumergido en una peligrosa y divertida historia posiblemente en un viaje secreto a la luna, o tal vez siguiendo algún misterio en un barco en alta mar o de pronto ayudando con la investigación policiaca de algún crimen en la ciudad. En ese entonces tenía 10 años tal vez, lo que recuerdo con claridad es que no pasaba el tiempo, mientras mis ojos recorrían ansiosos las imágenes y los textos de las Aventuras de Tintín. No perdí nunca más la costumbre de visitarla, iba cada tanto y al pasar el tiempo comencé a mirar otra clase de libros, con menos dibujos cada vez pero igual de atractivos. Los trabajos del Colegio con los amigos, (cuando todavía se buscaban libros para hacer investigaciones y preparar exposiciones) los adultos pidiendo que hiciéramos silencio, los estantes corredizos que hacían mucho ruido al desplazarlos, los aburridísimos libros de matemáticas y álgebra, la hipnotizante sección de novelas que conocería mejor con el correr de los días…

No buscaba un libro porque me recomendaran su autor, tampoco por que fuera el más leído. No recuerdo tampoco haber leído muchos libros de un mismo escritor, salvo de uno o dos. Nunca fui políticamente correcto para la lectura, no seguí la guía de los ¨cien libros que todo lector debe leer¨ ni busqué ninguna corriente filosófica. Me sentaba en el piso en frente de la sección de literatura juvenil, me llamaba la atención un título, lo sacaba y lo leía. Aprendí a reconocer alguna Editorial por el diseño de la carátula. Me di cuenta de que me atraían más los libros antiguos, con las tapas desgastadas, con las páginas amarillentas; supe que el contenido no tiene nada que ver con su apariencia física. Recuerdo haber pasado tardes enteras perdido en la sección de novelas. Comenzaba dos o tres libros, después de unas páginas los cerraba y los devolvía al estante; otras veces la historia me atrapaba, no podía dejar de leer, cuando me daba cuenta, seguía sentado en el piso o de pié al lado de una silla. No era necesario estar cómodo, lo único importante era no perderse un instante la historia. Entre esos pasillos conocí los desgarradores relatos de las personas que sobrevivieron al holocausto y a las insensibles mentes de la Alemania Nazi que lo provocaron; descubrí las dificultades que representaban ser un agente de la KGB en tiempos de la unión Soviética de Stalin; transité por los difíciles momentos por los que pasó la familia Carta en Cuba, cuando ayudaron a Fidel Castro y a la revolución a tumbar la dictadura de Batista; me emocioné al conocer la historia de un grupo de uruguayos que sobrevivieron después de que el avión en el que iban cayera en la cordillera de los Andes; supe que el amor fue más fuerte que la leucemia al repasar la vida de una pareja de japoneses desde el centro del mundo; me enteré de que en una isla italiana, un magnate tenía un banco de corazones, extraídos de jóvenes fuertes, que eran comercializados a viejos ricos que pagaban lo que fuera por ellos y algunas veces acompañé en sus alucinantes aventuras por el mundo a Indiana Jones y sus amigos.

Historias de horror, esperanza, amor, suspenso, aventura, unas reales y otras de ficción, con una cosa en común, todas ellas se daban lugar allí, en esa pequeña sala que para mí ¡significó tanto! Fue mi parque de diversiones, mi sala de videojuegos, mi paseo, mis horas libres…

Hoy fui a la biblioteca con la misma ilusión de siempre, las puertas de vidrio estaban cerradas. -Siguen en inventario-, pensé. Desde hace unos días un letrero informa que se encuentra cerrada por ese motivo. – ¿Cuándo abren de nuevo la biblioteca?-, pregunté. –No va a abrir otra vez.- Me contestó el vigilante. –Ya sacaron los últimos estantes, los libros que habían van a ser inventariados en otra sede-. Me imagino que agradecí por la información y me despedí del vigilante, sinceramente no me acuerdo. Varios pasos después de salir del edificio mentalmente dije algo así como: cerraron la biblioteca… ¿Cerraron la biblioteca? ¿Pero?… ¡Aj Carajo! ¡Cerraron la biblioteca!. La primera reacción que tuve (por alguna razón desconocida) fue rabia contra el Estado. – Maldito gobierno, en vez de invertir en más libros-. Pero rápidamente caí en cuenta de que es una red de bibliotecas públicas. ¿Entonces cuál es el motivo? Cualquiera podía entrar, la inscripción costaba como tres mil pesos, prestaban los libros gratis por 15 días, tenía todas las facilidades. Además de estas inquietudes, recordé que hace mucho no venía, si no hubiera estado en vacaciones posiblemente ni me hubiera dado cuenta, no supe que la biblioteca estaba por cerrar, de pronto se hubiera podido hacer algo. Supe que yo era parte del problema, este sagrado recinto de literatura en el que pasé mis mejores momentos años atrás cierra porque ya no tiene visitantes, los que solíamos pasar las tardes allí no volvimos, la abandonamos, ya no tenemos tiempo para sus pasillos ni para sus estantes, ya sus libros no son necesarios. Con nostalgia profunda le pido perdón a ese lugar, seguramente algunos fines de semana pude haber ido un rato; seguramente si así lo hubiéramos hecho muchos, hoy seguiría con las puertas abiertas, ofreciendo sus mundos mágicos de papel a nuevos niños curiosos.

Más allá de mis recuerdos y de mis sentimientos de tristeza y arrepentimiento, me parece que el cierre de las bibliotecas es un mal síntoma para nuestra sociedad. Usted dirá: -Bueno, esos libros van a seguir estando en otra sede-. Pero si a la otra sede no acuden lectores, irremediablemente van a tener que cerrarla también. Los adultos no tienen tiempo de ir a la biblioteca, los niños están pegados a toda hora de los aparatos inteligentes, las enciclopedias y los diccionarios fueron reemplazados por Google. Y los que la teníamos, fuimos perdiendo esa sana costumbre de visitarla periódicamente, olvidamos todo lo que vivimos y aprendimos en ella sin costo alguno. Mientras le doy vueltas en mi mano al carné de afiliación (que no volveré a usar, al menos para traer prestados libros a casa) pienso con preocupación si acaso esto es una muestra de que el papel comienza a perder la guerra con los libros electrónicos…

En el carné hay una leyenda: ¨CUANDO VISITAS LA BIBLIOTECA, LLEGAS CON UNA HISTORIA Y TE VAS CON OTRA¨ Aunque me contó muchas desde que era niño, ya no voy a poder sacar más historias de esa biblioteca.

T. @10SUE10