Les confieso que debí haber leído “Yo soy Malala” (la autobiografía escrita por la periodista Christina Lamp) hace mucho tiempo. Pero conseguir un libro de este tipo en Colombia es casi un reto, además de ser un lujo poder adquirirlo. Luego de un año, lo compré y lo leí con tanto gusto que sigo sin entender por qué en nuestro país el asunto de una educación para todos es tan complicado.
El discurso de esta niña de apenas diecisiete años resulta ser tan fascinante como increíble. Tal vez sus raíces la moldearon de tal manera que no las puede negar. Su padre Ziauddin Yousafzai, o como ella lo llama “Aba”, es un hombre incansable por la lucha de la educación de las niñas del valle del río Swat y le ha enseñado que a pesar de las dificultades, persistir es la única de manera de lograr lo que muchos creen algo imposible.
De todos los capítulos, quizá hay uno con el cual logré identificarme más. Se llama “Los niños de la montaña de basura”, en esta parte del libro Malala narra a manera de anécdota su encuentro con una niña de la calle que clasificaba basura mientras ella la miraba aterrada, a su alrededor también habían niños intentando encontrar metales para luego cambiarlos por algunas rupias (moneda nacional). Es una escena que a muchos nos parte el corazón y a su vez logra cuestionarnos sobre la clase de mundo que estamos dejando a las generaciones venideras en todo el mundo. En Colombia ese episodio se repite todos los días y aquí, la mayoría de las veces pasa desapercibido.
También cuando leí este libro, regresaron las grandes dudas sobre la religión. Creo que la humanidad ha entendido mal el mensaje y ha hecho de la creencia religiosa una imposición. Obligar a creer en un dios determinado es la torpeza que ha generado que en un país como Pakistán, las niñas sean privadas del mundo de las letras y la educación, (hoy en día, en ese país sólo se les permite estudiar hasta quinto grado, los demás cursos se hacen en escuelas clandestinas).
En Colombia vivimos capítulos similares, este país fue un lugar que también le prohibió cincuenta años atrás a las mujeres y a las niñas, muchos de los derechos fundamentales de la humanidad, a costas de una iglesia conservadora y machista.
No tengo la misma historia de Malala, al contrario, he logrado estudiar lo que he querido sin ningún temor a perder mi vida. Pero al igual que ella, me preocupa el futuro de los niños en mi país. Se me han atragantado almuerzos y me he puesto furiosa, al ver niños trabajando en vez de estar aprendiendo en una escuela. En realidad no soporto ver niños deambulando en los semáforos, siendo la fuente de ingreso para unos padres que tampoco estudiaron. Es un ciclo que sueño ver cerrándose.
Por desgracia en este país es común ver cómo se roban los recursos para la educación, porque ni el gobierno nacional con su perverso eslogan “Paz, equidad, educación”, logra consolidar una propuesta seria y digna para los docentes y menos una política educativa real y de calidad para nuestros niños.
“Un día me dedicaré a la política y haré estas cosas yo misma”, dice Malala Yousafzai en su libro, luego de narrar cómo los políticos a pesar de percatarse de frente las necesidades de las niñas en su país, simplemente se dedican a realizar otros intereses que tal vez les resulta ser más provechosos, económicamente hablando.
Así que mi modo de pensar se une al de esta magnífica niña, porque algún día esto tendrá que cambiar y no será por cuenta de los nietos de los expresidentes. Hay que luchar por “todas las jóvenes que se han enfrentado a la injusticia y han sido silenciadas …”, así como lo dice Malala, sin miedo y con perseverancia.