Como nunca antes, los colombianos estamos tan cerca de lograr un acuerdo político para terminar con un conflicto armado que ha desangrado al país durante 60 largos años. A pesar de lo anterior, las negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el grupo guerrillero de las FARC-EP atraviesan una compleja y alarmante situación para algunos sectores, razón por la cual se hace necesario que tanto la academia como los movimientos sociales y políticos protejan y desplieguen su capacidad de comunicación e intervención para salvaguardar las posibilidades de llegar a un postconflicto.
La historia de Colombia se ha transcurrido entre matices oscuros y desigualdades abismales, donde las confrontaciones bélicas se han constituido como una constante que ha estructurado y acostumbrado al país a la dialéctica de la guerra. De este modo, el Conflicto Armado colombiano es el resultado de la prolongación de una secuencia de guerras civiles y la ausencia de una cultura nacional que unifique, a través de la paz, a la nación; así, se han consolidado en la sociedad de este país, a modo de un imaginario colectivo, una serie de odios y animadversiones que al no tener un sistema democrático y participativo fuerte no han podido gestionarse y, por consiguiente, se ha acrecentado la necesidad de dirimir los conflictos sociales y políticos a través de la violencia.
La relevancia, entonces, de la construcción y reforma de muchas de las instituciones y procesos políticos del país consiste en permitir que tanto la izquierda como la derecha, ambas democráticas, puedan llevar a cabo procesos de construcción política colectiva. Además, Colombia no puede permitirse que a raíz de una indeseable ruptura de las negociaciones continúe siendo un Estado con una lucha a término indefinido contra los grupos insurgentes, a lo cual se le sumaría la vigente confrontación con los grupos narcotraficantes, quienes aliados a unas Bacrim, constituidas a partir de reductos de los antiguos paramilitares, han consolidado una crisis de seguridad ciudadana poniendo en jaque el dominio de la legalidad en las ciudades y las regiones. De modo que, terminar los diálogos implica, entre otros, condenar a la Colombia rural a más años de muertes y guerras, es permitir que la guerra sea la excusa para una relación Estado-Región basada en el abandono estatal.
Hay que evitar que las negociaciones se conviertan en una guerra de egos, donde cada una de las partes intente imponerse y presentarse ante la opinión pública como quien tiene una ventaja militar superior. Todas las muertes violentas son un cuestionamiento a la racionalidad humana. Por lo que la buena comunicación se constituye como un pilar para gobernar y legitimar el Estado, es imperante que se realicen talleres por la paz y a través de distintos espacios y medios se comuniquen las realidades de las negociaciones y los acuerdos que se han llevado a cabo. Ni el gobierno de Santos, ni los partidos políticos que han demostrado su apoyo a las políticas de paz, ni la academia o los distintos sectores de la sociedad dispuestos a la apertura democrática pueden permitir que los señores de la guerra que han cooptado en ocasiones el Estado para sus fines bélicos y mafiosos, continúen constituyendo tergiversaciones y mentiras que lo único que han logrado es promover el odio y la negación de la reconciliación de un país históricamente dividido.