Desde la mesa de diálogos en La Habana se desvelan buscando fórmulas jurídicas y políticas para blindar los acuerdos de paz, de los “spoilers” o saboteadores de siempre, pero desde Colombia en algunas instituciones del poder público, los mimos integrantes de la Unidad Nacional se encargan de entorpecer dicho proceso.
La corrupción rampante que tiene azotada la institucionalidad colombiana, es un elemento de guerra letal para la construcción de la paz, frente al cual el Gobierno Nacional ha flaqueado, pues concentrar todos los esfuerzos en los diálogos y desviar la atención de la opinión pública a las negociaciones, hoy nos está pasando una cuenta de cobro que asciende los 30 billones de pesos. Prueba de ello, son los múltiples escándalos de corrupción que han sido denunciados, donde el saqueo y la negligencia por parte de algunos servidores y funcionarios públicos son directamente proporcionales al hambre y a la sed de los niños en La Guajira, al hueco fiscal del país y a la crisis ambiental que enfrentamos.
Denunciar la corrupción como un instrumento de guerra que ni el equipo negociador ni el Presidente están tomando en serio, más allá de una mera opinión, se encuentra justificado en los últimos resultados del Índice de Percepción de Corrupción o CPI por sus siglas en ingles, donde Colombia en la última década ha empeorado en su calificación, aumentando 39 puestos entre los países más corruptos, ubicándose en el lugar 94 de 174 países analizados.
Por tanto, en un proceso de reconciliación y construcción de memoria, es inevitable recordar que un factor generador de violencia en el país, ha sido la exclusión y la desigualdad, fuente de muchas muertes y barbarie, así como la excusa de otros tantos para alzarse en armas. Entonces, si la consigna es “todos por un nuevo país. Paz, equidad y educación”, cómo explicar que a diario mueren niños por desnutrición y sed sin que el ICBF intervenga de forma efectiva. Cómo explicar los sobrecostos de Reficar que equivalen a cuatro veces la venta de Isagén (26 billones de pesos), los cuales vienen siendo denunciados desde el año 2012. Estos actos, al igual que las bombas, las minas, los secuestros y la extorsión, son una forma de terrorismo, que si bien en el estricto sentido de la palabra no tienen como fin implantar un ideario político o nacionalista, sí es sistemático y coacciona comunidades enteras, marginándolas y matándolas.
La corrupción se ha convertido en una especie de terrorismo institucional, que al mismo nivel del terrorismo doméstico al que nos tenían sometidos las FARC durante las últimas décadas, destruye tejido social, genera odios, desindustrializa, amplia la brecha social, escalona la guerra y polariza la sociedad. Escándalos como el de la red de prostitución homosexual al interior de la Policía Nacional, denominada la “comunidad del anillo”, deslegitiman por completo la institución encargada de velar por la libertad y el orden. Por consiguiente, es razonable el caos y la desesperanza que nos gobiernan.
Que el responsable de impulsar la efectividad de los derechos humanos; atendiendo, orientando, asesorando y promoviendo el acceso a la justicia de los habitantes del territorio, es decir, el defensor del pueblo, sea denunciado por acoso laboral y sexual, es un motivo más para que el Gobierno tome medidas, actúe con determinación frente al abuso de poder por parte de algunos de sus funcionarios y se percate de la fuga de dinero y detrimentos al erario público, porque aun cuando el Presidente no tiene la culpa de que al “defensor” le guste exhibirse por chat, sí tiene corresponsabilidad al haberlo ternado y no acertar en su idoneidad.
Presidente, usted está luchando con vehemencia para obtener la firma, en términos populares, se está dando la ‘pela’ para que las negociaciones prosperen, un gran paso para la paz, claro está. Pero al mismo tiempo, está demostrando desdén y decidía por la etapa posterior –quizás la etapa más compleja-, el mentado postconflicto, momento de acordar todo lo convenido en aras de la paz, momento de invertir mayores recursos, y momento en el que seguramente usted ya se ha llevado los honores de la “paz” y quizás ya sea ex presidente, pero más allá de la banalidad del merito y los créditos, es un periodo determinante para llevar a cabo los acuerdos, porque el papel todo lo aguanta, pero en la realidad un proceso de perdón, reconciliación, reparación y reintegración, devenga unos esfuerzos mayores.
Con mucha precisión el jefe del equipo negociador, Humberto de la Calle, asemejaba el proceso de paz con el funcionamiento de una escalera eléctrica, “el que no quiera llegar al final tendrá que tirarse por la barandilla pagando un enorme costo político si lo hace”, y sin duda alguna, nos estamos acercando al final de dicha escalera, lo cual no es un hecho de poca monta, sumado el respaldo internacional que ha recibido el Gobierno colombiano en este cometido, sobre todo porque en tiempo récord y por unanimidad, el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU), expidió la resolución 2261 de 2016, mediante la cual aprobó la petición de Colombia, en la que solicitaba una misión de monitoreo y verificación con actores no armados.
Sin embargo, es alarmante que los colombianos nos estemos acercando a la firma de los diálogos con una actitud conformista y pasiva. Pues, mientras en La Habana todo marcha sobre ruedas y nos hacen anuncios muy sonoros y esperanzadores, lo cierto es que los diálogos se han convertido en un proceso completamente paralelo a la realidad del país, que se encuentra ad portas de una crisis económica, con claras repercusiones sociales y políticas.
Nota: A todo lo anterior, súmele un Magistrado aferrado a su cargo, luego de fuertes denuncias y pruebas de soborno. Magistrado Pretelt, estamos esperando su renuncia, porque aunque un escándalo mediático no sea una autoridad que administre justicia, sí afecta la institucionalidad.