Cada que hay una tragedia somos testigos de la miseria humana. Una miseria que se manifiesta por partida doble. En primer lugar, nos encontramos con la miseria de los perpetradores, esa que cobra vidas y nos deja perplejos en medio de la zozobra preguntándonos inútilmente, “¿por qué?”. Luego, sin habernos recuperado del primer golpe, en un instante nos vemos abocados a la segunda fase de esta miseria, la cual no requiere de armas y explosivos, sino que se vale de la palabra para demostrar, con la misma vileza de los terroristas, la pequeñez que puede alcanzar el corazón humano. Esta es la pequeñez de quienes intentan obtener réditos políticos de las tragedias.
Ahora bien, más allá de señalar a estos sujetos -a quienes todos conocemos- nos concierne comprender nuestra reacción a esta miseria cada que hay una tragedia. Precisamente, debemos preguntarnos por qué caemos siempre en el juego de los miserables haciendo eco de su oportunismo. Y es que, si bien después de una tragedia a los miserables los invaden las ganas de sacar provecho político de la situación, a los demás los domina una suerte de masoquismo y morbo incontenibles que los lleva a replicar indignadísimos los esperpentos de los primeros, sin conocer el favor que les hacen. Así, no sorprende que mientras los miserables se encuentran redactando sus sandeces, los demás ya estén alineados para contraatacar. De hecho, los segundos están tan acostumbrados a la miseria de los primeros que, fácilmente, se pueden imaginar lo que estos irán a decir. En este país los miserables son predecibles.
De esta manera, los demás se abalanzan sobre las secciones de comentarios para demostrar su indignación. Se abarrotan las redes sociales de gente diciendo lo mismo, sobre la miseria de los mismos. Replican todo, comparten sus frases, sus declaraciones, sin percatarse de cuánto los engrandecen. Y es que los miserables no sienten vergüenza, no se disculpan, más bien, se regocijan viendo el mundo arder a sus pies. No les importa ser el blanco de esta turba enojada, de hecho, es su principal objetivo. Y lo logran. Así, termina siendo más importante lo que dijo un senador o un periodista desaforado –y cómo los mismos de siempre salieron a confrontarlos– y no las víctimas o la unión necesaria para enfrentar como sociedad al terrorismo, el cual se beneficia sobremanera de un país que no se pone de acuerdo ni para condenarlo.
En consecuencia, debemos revaluar la manera en que enfrentamos la miseria, especialmente la que golpea con la palabra, en medio de las tragedias. Hacer eco de ella solo la fortalece en su obscura empresa de sacar provecho político de la situación, convirtiéndonos en idiotas útiles de la misma. Sustituir el masoquismo inocuo por el silencio y la prudencia es más efectivo para vencer a la miseria. Callar por un instante, pensar antes que indignarse y reconocer con empatía que cualquiera de nosotros pudo haberse visto inmerso en la tragedia y que por alguna cuestión del azar no lo estuvo, eso nos debe llenar de la solidaridad necesaria para salir adelante sin caer en el juego de los miserables.