La indignación permanente hace parte de la idiosincrasia de los colombianos. Inclusive, me atrevería a aseverar que una de las maneras más fáciles de entablar una conversación con algún coetáneo es resaltando algunas de las infinitas desgracias en las que, según la gente, vive inmerso este país.
Más de un taxista me ha recordado cómo le entregaron el país a la guerrilla. Igualmente, no me extraño cuando en la fila de alguna entidad el individuo de atrás afirma que nuestra prolongada espera se debe al mar de corrupción que padecemos. Ahora bien, con esto no estoy sugiriendo que no debamos rechazar los innegables problemas que nos agobian. Sin embargo, es preciso preguntarse en qué se sustenta esta masiva sensación de fracaso y, aún más importante, a quién beneficia.
En este sentido, debemos sospechar de la indignación permanente cuando esta se presenta como sustituto, mas no complemento, del pensamiento crítico. Y es que los que ven una desgracia en todo lugar y momento son los que menos procesan la información que quieren recalcar. Son los más propensos a hacer eco de noticias falsas, de artículos con fechas antiguas que se hacen pasar por actuales y de una plétora de estadísticas falsas o manipuladas. De esta manera, cuando solo se observa lo malo -o lo que nos hacen creer que es malo- sin reflexionar se desencadena una disrupción en el proceso democrático, la cual conlleva la pérdida de confianza en las instituciones y en la democracia deliberativa. No hay debate, solo gritos de un lado a otro. Se afincan el maniqueísmo -“los buenos somos nosotros”- y las generalizaciones triviales -“la corrupción es el sistema”-. Así, se configura la idea de que todo está mal y que ninguna medida gradual podrá cambiarlo, lo cual se convierte en caldo de cultivo para los políticos que ven en la indignación ignara una manera de ganar las elecciones y cambiar radicalmente las reglas del juego por unas que multipliquen nuestras desgracias, como sucedió en el vecino país.
Esto nos obliga a preguntarnos por los potenciales réditos que la indignación permanente les obsequia a los políticos. Peor aún, debemos preocuparnos por cómo son los mismos políticos quienes le inyectan fuerzas a esta especie de “fracasomanía”, concepto acuñado por el economista Albert O. Hirschman para caracterizar a la sociedad colombiana. En este sentido, los políticos, en medio de sus ansias por sobrevivir en las elecciones apelarán a los fracasos -o supuestos fracasos- de sus adversarios para frenar sus iniciativas y hundirlos, ganando un sinfín de adeptos indignados y poco pensantes de paso. El fracaso ajeno se convierte en la manera más eficiente de ganar, a tal punto que se observa el fracaso en todo lugar, exista o no. Así, se comienza a fabricar el fracaso (noticias y estadísticas falsas) o a verlo donde en realidad existe progreso. De esta manera, la derecha nos venderá el avance hacia la paz como un retorno a la guerra -o hacia el comunismo- y la igualdad de derechos en una sociedad laica como una perversión de los valores. Igualmente, la izquierda negará todo progreso social cuando no sea esta la que se encuentre en el poder. De hecho, esta no concibe que un “neoliberal” reduzca la pobreza y las brechas sociales.
En conclusión, la indignación permanente como sustituto del pensamiento crítico y la tendencia de nuestros políticos a (sobre)vivir del fracaso ajeno constituyen un proceso endógeno que socava sobremanera a nuestra democracia, contaminando el debate público. Peor aún, esto nos aboca al peligro de caer en manos de gobernantes con ansias de cambiar radicalmente las reglas del juego. De esta manera, debemos reflexionar sobre cómo procesamos los problemas a los que se enfrenta el país y, aún más importante, qué soluciones podemos proponer. Si estas van por la línea del “vote por mí y verá” es preciso pensar dos veces si nos estamos convirtiendo, indignadísimos, en idiotas útiles de quienes buscan desesperadamente asirse al poder.
Twitter: @TorresJD96