El primer mito que le venden como verdad absoluta a los estudiantes de derecho en las universidades colombianas es que el constituyente primario es el pueblo. El desconocimiento del plebiscito del 2 de octubre de 2016 demostró que no existe algo más alejado de la realidad, son meras utopías. Recuerdo con total nitidez los primeros boletines de la Registraduría Nacional que mostraban como ganador el SÍ al acuerdo FARC-Gobierno. Quienes votamos NO, lo hicimos resignados, con la cabeza en alto y la moral a rastras. Después de todo en los días anteriores Juan Manuel Santos había sido nominado al Premio Nobel de Paz, del mismo modo que el terrorista Timochenko.
Sólo una persona, el Dr. Miguel Santamaría Dávila, presidente de la Sociedad Bolivariana de Colombia, me había dicho con su semblante de sabio, voz pausada y algún gesto estudiado, “ganaremos, el NO va a ganar”. No le di crédito a sus palabras, las encuestas proyectaban una arrasadora victoria del SÍ, la comunidad internacional respaldaba el acuerdo y el presidente había logrado polarizar el país entre supuestos amigos y enemigos de la “paz”.
¡Oh, sorpresa! El boletín de las 4:45pm fue el primero en dar como ganador al NO, 50,10% contra 49,89% del SÍ. Lo imposible empezaba a materializarse, ese amor platónico de la adolescencia, ese premio gordo de la lotería, ese poder volar como Superman sin aparatos y sin vulnerabilidad. Prometí jamás volver a dudar de un octogenario, de la existencia de los milagros y de la débil sociedad civil de mi país. Al final de la jornada, 6.431.376 colombianos habían dicho NO a la claudicación ante el terrorismo, NO a la impunidad y NO a los abusos de un Gobierno que negoció con nuestros verdugos a nuestras espaldas, contando con dos garantes que lo único que garantizaban, era que las FARC harían de las suyas, Cuba y Venezuela.
Disfruté -he de admitirlo- ver llorar a los que tanto nos vilipendiaron por promover el NO. Esa noche, las redes sociales, siempre escépticas de la efectividad de la democracia, se cundieron de mensajes contradictorios. Los unos, desolación; los otros, esperanza. Aquellos que un día antes creían en la instauración de un paraíso terrenal, se dieron un topetazo con la miserable condición humana. Aquellos que un día antes creíamos que el averno le quedaría pequeño a la Colombia del mañana, estábamos desbordantes de júbilo.
Nadie nos dijo -dejando a un lado el “ellos” y el “nosotros”-, que la democracia como la vida, no son escenarios de victorias constantes o derrotas perpetuas, que las más de las veces deberíamos apostarle a una relación gana-gana, que la nación somos todos o no somos nadie, que la paz es un valor, una virtud y también un don, que no se escritura, que se construye, que no se sentencia, que se dialoga.
Un mes largo después, el 24 de noviembre, Juan Manuel Santos y Rodrigo Londoño alias ‘Timochenko’, estrecharon sus manos, empuñaron sus plumas y firmaron el mismo viejo acuerdo, con un nuevo texto, como lo dijera el exalcalde de Bogotá Jaime Castro, bajo la mirada de desconcierto de un país que no olvida el carro bomba del Club El Nogal , el collar bomba que acabó con la vida de doña Elvia Cortés, el cilindro bomba en la iglesia de Bojayá y tantos, tantos atentados contra nuestros compatriotas.
Sí, se robaron el plebiscito, lo hicieron en nuestra cara, descubrimos que el papel lo soporta todo y que la sacrosanta constitución es manipulada a gusto por quienes ostentan el poder. Cómo me gustaría que el 2 de octubre se declarara el día nacional de la lucha contra el terrorismo, pero eso será sólo si en 2018 le damos la estocada final a este ominoso Gobierno y rechazamos de manera rotunda la participación política de los violentos.