Jornada de la mañana, un aula de clases distinta en medio de la reinante uniformidad de las aulas de cualquier colegio público, un aula armonizada con las producciones de los estudiantes. Los nombres propios de cada estudiante penden de una cartelera con trazos que descubren los progresos de la motricidad fina inacabada, porque para quienes los trazaron, el tiempo se fue gastando en silencio, frente a la mirada aturdida de los adultos a cargo, quienes rodaron junto con sus hijos en medio de mudanzas permanentes, separaciones familiares, rupturas dolorosas. Ausencias que se repitieron por cientos de días en la escuela, fracasos reiterados al repetir 3 veces el grado Primero, o porque es la primera vez que llegan a la escuela. De cada nombre se despliega una historia, la historia única del nombre, la identidad, el sentido de lo que cada niño y cada niña es.
Más allá, dibujados por los mismos estudiantes en hojas de block o cartulina, aparecen unos labios con un dedo que se posa en el centro, es el llamado al silencio; una oreja, es el llamado a la escucha; una mano alzada con un dedo que señala hacia el cielo, es pido la palabra; una cesta de basura, es conservemos limpio el salón. Algunos de los dibujos van acompañados de la palabra escrita, es lo que llaman “los pactos de aula”, esos códigos que posibilitan una buena convivencia, sin necesidad del grito, el regaño o la amenaza, es el código de la civilización, del sentido de la democracia en lo que serían los mínimos de Adela Cortina. ¿Por qué dibujados y no solamente escritos? Porque la imagen es una de las tantas formas de lectura con la que cuentan los niños y niñas de quienes hace referencia este escrito.
Más allá debajo de una ventana, fijo a la pared, al alcance de los estudiantes, cuelgan de unos hilos en letras coloridas, mayúsculas y minúsculas a veces acompañadas de dibujos que hicieron los estudiantes, es el “Alfabeto Móvil” es el referente para la palabra escrita, cuya cultura empieza a ser cercana al ojo y la mano de un niño o niña quien veía de lejos a lo mejor sin comprender o sentirse digno de esa oportunidad. Aprender a leer y a escribir.
La maestra les solicita que, en unos trozos de papel cortados por ellos mismos, escriban los nombres de sus familiares. Con la mejor de las ganas y la energía que caracteriza siempre a los niños y a las niñas se lanzan a buscar las letras que componen los nombres de las personas que ellos aman. Una mezcla de ansiedad por no lograr escribirla completa, pero con el desafío de lograrlo. Preguntan y preguntan hasta por fin hacerlo. Escritos los nombres más bien, que mal, introducen las palabras en un sobre que previamente han elaborado con cartulinas de colores, entre tijeras y pegante que en ocasiones termina en las manos o en la cabeza de algún desprevenido. Han construido su “Diccionario personal”. Ese sobre se llenará de palabras con sentido para sus vidas y poco a poco irán sumando palabras que atesorarán en ese diccionario que como bien lo dice su nombre es personal.
Más allá, se observa otro “rincón” especial. Adherido en la pared un gran pliego de cartulina recoge pegados cuidadosamente, empaques, etiquetas de productos que los estudiantes o sus familias consumen a diario, objetos que les son familiares, es la forma sencilla pero ingeniosa de entrar al código escrito, se trata del “Reciclaje Alfabético”
Lo descrito anteriormente es lo mínimo que sucede en un aula de estudiantes cuyas edades oscilan entre los 8 y los 13 años de edad. Es lo que el Ministerio de Educación Nacional denomina como niños en extraedad.
Son cientos de aulas con miles de niños y niñas en todo el país, de Instituciones Educativas públicas que acogen a quienes por múltiples razones no pudieron llegar a tiempo a la escuela, son una tabla de salvación sostenida por un docente y unas directivas, que además de formarse cuentan con una alta sensibilidad social, capaz de amar lo que hacen y amar a quienes les enseñan.
En estas aulas cuya metodología se denomina Brújula, la vida y el tiempo giran en torno a la lectura con sentido, a la escucha de la palabra de quienes son acallados por la primacía del mundo de los adultos. A los estudiantes en estas aulas se les reconoce como personas capaces de pensar, de crecer con la plena convicción de que la vida y las relaciones pueden ser distintas de lo que conocen en su diario vivir.
Los educadores, quienes, con rigor, planeación y poco tiempo se piensan cada día sus clases, con escasos recursos, sacando de sus bolsillos para garantizar que en el día a día se cumpla con el propósito. Docentes que ayudan a superar el fracaso escolar, a reconstruir vidas (resiliencia) a recuperar el tiempo perdido de muchos de nuestros niños y niñas colombianas. A ellos a los educadores que con su trabajo logran aquello que en palabras de Estanislao Zuleta en el Elogio a la Dificultad expresó: “…desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades” muy en contra de la normalidad del común de los humanos donde “… deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida”.