Sobre la Libertad (1859) es uno de los ensayos más notables de John Stuart Mill. En él, el autor enarbola una defensa acérrima de la libertad de opinión y la tolerancia. Así, nos entrega las pautas para vivir en lo que hoy llamaríamos una democracia deliberativa, no sin antes advertir que constituye un equilibrio difícil de alcanzar. Esto, en contravía de quienes arguyen que la derrota del totalitarismo de Estado basta para avocar en un paraíso democrático. Según Mill, en realidad, existe otro tipo de opresión, del otro lado, a veces más penetrante: la de la opinión pública.
Esta tiranía –según la llama– ejerce una fuerza considerable para alejarnos de un ejercicio democrático pleno. De hecho, se hace patente en la paradoja sutil del debate político actual: una combinación entre la democratización de la información y la calidad aberrante de las discusiones. Así, precisamente cuando somos más libres de ejercer una opinión y las probabilidades de ser escuchados –y, por ende, confrontados– son más altas que nunca, nos vemos inmersos en un campo minado, a cada lado, de rebaños, dogmáticos, mitómanos y astutos personajes que buscan un rédito político en cada suceso. Todo esto en el contexto de un país tan propenso a la incapacidad de ejercer un pensamiento crítico autónomo. Un país acostumbrado a, no resolver sus conflictos, sino zanjarlos mediante todo tipo de manifestaciones de violencia física o verbal.
Así, este escenario nos ofrece un camino tentador: renunciar a pensar y a confrontar las ideas en favor de la indignación permanente, esa que critica sin razón, que busca destruir y colgar a los oponentes por igual. En otras palabras, renunciar a la democracia deliberativa, cayendo así en las fauces de una turba “opinadora”, de su tiranía. De esta manera, si bien nos encontramos distantes de la opresión totalitaria del Estado, este escenario, del otro lado, representa una amenaza igual o más acuciante, siguiendo a Mill.
De hecho, en este contexto surgen voces de protesta, respaldadas irrestrictamente por la turba, para censurar las opiniones. Así, hoy muchos prefieren renunciar a las discusiones tildando todo lo que se les atraviesa de “posverdad”. En este sentido, algo que siempre ha existido –la mentira– se intenta tipificar como un delito, lo cual nos devuelve, no a la deliberación, sino al totalitarismo que tanto nos ha costado superar.
En este contexto, vale la pena rescatar a Mill, recordándonos que “si [la opinión] es errónea, pierden [la sociedad] lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”. De esta manera, la turba se indigna contra los dogmáticos y los mentirosos difundiendo su imagen, pero no es capaz de construir una discusión de la que podamos sacar provecho todos. Y es que, siguiendo a Mill, los dogmáticos y mentirosos cumplen una función importante para la democracia deliberativa: la de “pellizcarnos” de vez en cuando en medio de las discusiones para que respondamos, no como una turba furiosa sino haciendo un mayor énfasis en lo verosímil, pero al mismo tiempo, añadiría, mejorando cada vez más nuestra argumentación, poniendo en tela de juicio muchos supuestos que damos por sentados cuando nos creemos del “lado correcto de la historia”. Un caso bonito fue el de la masacre de las bananeras, hace unos meses.
En conclusión, la respuesta a la creciente tensión entre la democratización de la información y el debate político debe ser, no la censura de las opiniones, sino, sencillamente, más democracia y más debate. Huirles a estos dos conceptos nos devuelve al totalitarismo de otrora, desistiendo de todo lo que hemos ganado. Así, necesitamos más democracia en el sentido de renunciar a las violencias y, por lo menos, tolerar las opiniones disímiles para tener mejores conflictos. Más debate en el sentido de una mayor propensión a pensar y confrontar las ideas –así sean falsas–, escapando a la tiranía de la opinión pública y la indignación permanente. En otras palabras, más Mill.