Durante estos días y entre los intersticios que dejan, la crianza, el cuidado de la casa, las actividades laborales, la dieta de redes sociales, entre otros, he estado releyendo Cien Años de Soledad, del Nobel de Literatura colombiano, Gabriel García Márquez.
Gabo, tenía una foto tan clara de la realidad colombiana que por momentos asusta.
Desde mi perspectiva de lectora, Macondo, el lugar donde se desarrolla la historia de García Márquez, es la esfera de lo inverosímil, donde la idiosincrasia criolla colombiana, mezclada con ambición de poder político y religioso, sumado a la ignorancia, la desinformación y el aislamiento del pueblo, era el caldo de cultivo propicio para el surgimiento de una serie de hechos, cuyos efectos se reflejarían en el atraso general e histórico de un pueblo, así como de su propia extinción. Macondo, antes de la violencia bipartidista, pujaba por construirse, auto-asistirse, auto-dirigirse, en medio de la soledad, el olvido estatal y la inclemencia de la aridez de una tierra reservada para los pobres. Durante la violencia partidista Macondo empieza a experimentar la crudeza del corazón humano.
Macondo como pueblo empieza a existir cuando el Estado Conservador de la época, impone por la fuerza su ideología, y lo hace un día cualquiera para el pueblo, no para los poderosos, nombrando, impositivamente una autoridad estatal (Inspector), la cual no existía. Pasando así, por encima de las construcciones sociales y políticas locales; cuyo despliegue de su poder empieza con una primera orden, la de pintar todas las casas de azul (primacía del partido conservador), a lo cual la familia Buendía (los fundadores de Macondo) se opusieron abiertamente. Pasaron los años y con estos las generaciones humanas en Macondo, durante las cuales, las casas fueron pintadas según los poderes políticos de turno y centralizados (los instalados en la capital), un tiempo de azul, luego de rojo, años más tarde de azul, luego rojo, y así sucesivamente. Finalmente, no se sabía de qué color eran las casas. Eran el reflejo de la vida política partidista de Colombia, cuya prioridad era el poder y la supremacía partidista, más no la democracia, jamás el bienestar del pueblo. Así nace y se reproduce hasta nuestros días la polarización de un pueblo, el enfrentamiento entre hermanos de la misma sangre.
El actual Macondo, es decir, Colombia, es más extenso, diverso y complejo que el Macondo de Gabo. No obstante, hoy tenemos muchos más elementos de juicio, como canales de comunicación, medios de participación que nos posibilitan construir un presente más justo, más equitativo. Donde las personas se puedan desarrollar en igualdad de condiciones, se les pueda garantizar sus derechos, teniendo en cuenta las diferencias sociales y culturales.
Actualmente tenemos un nuevo Congreso, reflejo de la capacidad de decisión de nuestro pueblo en general. Capacidad de decisión que nos deja perplejos en sus resultados en algunas zonas del país, lo cual exige al Estado y a la Sociedad Civil, ejercer el papel de formadores de comunidades con mayor conciencia en el ejercicio de la democracia electoral; condenar y penalizar la corrupción y la manipulación electoral, pues tanto los vicios como los delitos electorales, continúan echando raíces nefastas para la democracia nacional.
Próximamente viene la elección del Presidente, sin duda, la decisión que tome cada colombiano sumada en tarjetones en las urnas decidan el destino de nuestro país por cuatro años más. ¿Entregaremos el poder a una cabeza que representa los intereses de unas pocas personas henchidas de poder?, ¿de unos partidos ensimismados en viejas ideas y prácticas? o, ¿en las manos de una cabeza que, junto con un Congreso imperfecto, logre crear escenarios de posibilidades, de crecimiento y desarrollo del pueblo en general? La respuesta solo la tenemos cuando pensemos en Colombia no como el país de la supervivencia, del todo vale, del país para saquear y desangrar; sino el País-Comunidad, donde todos ganamos, donde todos aportamos, donde todos cuidamos, vigilamos, protegemos.