Parte II
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Con grado noveno terminado Diego vuelve a Bogotá en donde también se encuentra con su madre, quien por buen comportamiento tuvo una rebaja de pena y ya está de nuevo en libertad. El cambio de su madre es algo que no pasa desapercibido, atrás habían quedado los castigos demasiado fuertes que podían incluir golpes de puños, patadas, palazos, trato injustificado, no obstante su rebeldía y la de su hermano. Después de su paso por la cárcel, su madre nunca más volvió a golpearlos, se independizó de su padrastro, consiguió un trabajo y siguió viendo por sus dos hijos, ahora sola.
Diego cursa grado décimo y once en un Colegio de San Carlos, localidad de Tunjuelito. Aunque es bueno tener a su madre cerca, ya ha corrido mucha agua bajo el puente de su corta vida y la autoridad que ella quiere tener sobre él, ya no es bien aceptada. Diego ya tiene una forma de vida marcada, va a bailar, se droga y ya por ese tiempo acude con regularidad a uno de los lugares más espantosos no solo de Colombia, sino también del continente: La L.
También conocido como El Bronx, eran unas cuantas cuadras en forma de letra ele ubicadas en el centro de Bogotá dedicadas a expender droga en cantidades industriales justo al respaldo de un batallón del ejército colombiano y ante la pasiva y cómplice mirada de la policía. Un lugar que podría haber salido de la más tenebrosa historia ficticia de horror, pero que, para vergüenza de todo un país, existió muy en la vida real, por mucho tiempo en nuestra ciudad. Un lugar sin control ni ley, salvo el que ejercían los mismos capos del microtráfico, en donde se permitía a personas de todas las edades entrar a adquirir todo tipo de droga a un precio mucho más bajo que en ningún otro lugar; drogarse, asistir a fiestas, “divertirse” sin ningún tipo de límite, pasar varios días, sin restricción alguna. Pero lejos de ser solo un gran expendio de droga, este lugar era un pequeño infierno, justo en el corazón comercial de Bogotá. Por doquier había casas convertidas en huecos donde se podía encontrar personas tiradas por el suelo completamente drogadas, habitantes de calle por todas partes como tapetes humanos, perdidos en el bazuco. Niños y niñas ya drogadictos, prostituyéndose a cambio de algo, lo que fuera, para consumir. Para quienes se portaban mal dentro del lugar, ladrones, infiltrados, sapos, o deudores, existían canecas llenas de ácido en las cuales eran arrojados, para luego usar sus huesos para las prácticas más oscuras imaginables. Brujería, patios con perros asesinos, cuartos de tortura y muchas otras cosas aberrantes completaban el oscuro mundo que cubrían esos edificios desvencijados y a punto de caerse de La ele. Muchas personas, colombianos y de otras partes del mundo, entraron a esa cloaca humana y nunca más volvieron a salir.
Diego conoció El Bronx, mientras su madre estaba en la cárcel. Su hermano había visitado una vez el lugar y en la segunda ocasión fueron los dos, en compañía de otros amigos, después de una fiesta que habían hecho en su casa. Para ellos El Bronx era lo mejor, en su momento. Se sentían protegidos, adentro no se podía robar, solo iban a farrear, a comprar droga y a drogarse y contaban con todas las garantías para hacerlo. De hecho, los Sayas requisaban a los que entraban y si encontraban armas, se las quitaban. Al contrario, si alguien estaba en desacuerdo con las autoridades de ese lugar, ellos sí tenían todo el derecho de actuar, incluso de matar. Ese día no se quedaron mucho tiempo, entraron, compraron droga, se drogaron y salieron, en no más de dos horas, pero luego, Diego no dejó de frecuentar el lugar, y lo haría con regularidad, por mucho tiempo.
Su frecuencia en el lugar lo volvió cliente y comenzó a llevarse bien con el jíbaro, a quien llamaba tío, por la cercanía y la confianza. Compraba la marihuana ya por libras e iba a su barrio en Usme a venderla. Un moño en El Bronx valía mil pesos, y lo llegaba a vender hasta en cinco mil. La forma de sacar la marihuana de esas cuadras era a través de los taxis, habitantes de calle a quienes nunca requisaban los policías que hacían una especie de control afuera del Bronx, que sacaban la droga sin problema alguno, para luego entregarla en las afueras al comprador. A través de estos taxis, se movían también las armas y demás. Por eso los habitantes de calle eran vitales en ese lugar, por eso pululaban sus alrededores. Todo esto a cambio de un poco de bazuco. Diego ya conoce a profundidad lo que hace y vende dentro del Colegio en el barrio San Carlos y vende también afuera de la institución.
En ese Colegio conoce las barras bravas de Millonarios. Un amigo lo invita a una reunión de la barra Blue Rain de Tunjuelito Zona Sexta y de inmediato le gusta, por su inclinación de siempre a pelear, contra quien fuera y con quien fuera, donde había pelea por cualquier motivo, él quería estar, y lo hacía bien, peleaba y ganaba. En ese punto Diego conseguía recursos de las maneras menos ortodoxas posibles, ya fuera vendiendo droga o robando, no desaprovechaba oportunidad para robar, todo lo que pudiera. Aunque trabajaba en construcción, en el camino del trabajo a su casa, si había a quién robar, robaba, no por necesidad, por solo hobby, por costumbre.
Su manera de pelear, de defender a los de su barra y el cariño que todos le tomaron por su sentido paternal hacia el grupo, hicieron que lo eligieran pronto el líder de la banda, el capo. Esto hizo que su amor por su nueva familia creciera y en cada oportunidad de pelear contra otros grupos, él iba al frente, era el que ponía la cara, sin importar que estuvieran en inferioridad de condiciones, no importaba que fueran menos, él no abandonaba a los suyos, él se hacía matar por defenderlos, él hacía lo que nunca hicieron por él. Él nunca corría, nunca abandonaba, y así, crecía día a día el respeto de todos hacia él, de los muchachos de la zona, de las mujeres, del barrio, de todos. Diego disfrutaba de este temor que infundía en los demás su forma de ser y de actuar, lo hacía grande, importante. Viajó muchas veces a alentar a su equipo con la barra y lo hacían en mula. Se colgaba de la parte trasera de una tractomula y así llegó a Pereira, Manizales, Ibagué, etc. No es fácil llegar como integrante de una barra brava a otra ciudad en Colombia, es muy peligroso por los encuentros con las barras locales, pero no iba solo, lo acompañaba un machete y una bolsa de pegante bóxer.
Por esa época había conocido otra olla llamada El Sanber, que queda ubicada en la quinta, más arriba del Bronx, que era algo así como la competencia; entre los dos expendios se odian. El Bronx y El Sanber eran administrados por mafias y delincuentes distintos. Diego compra droga en ambos lugares, vende en la barra, ya consume pepas, perico, ácidos, popper, pegante (solo cuando viaja, ya que lo desinhibe, lo vuelve literalmente loco y lo prepara para todo en otras ciudades, incluso para morir). Las pepas eran lo único que le borraba el casete. Conoció historias de gente que incluso llegó a matar bajo los efectos de esta droga y después, no se acordaban de nada. Estas pastillas llamadas Rivotril se usan para control de pacientes medicados y no se pueden conseguir si no es con una fórmula médica o claro, en lugares como El Sanber o El Bronx. Pero Diego no solo consume esas pepas, también las vende a tres mil, cuatro mil o cinco mil pesos. Una vez, bajo los efectos del Rivotril, no se dio cuenta cómo pero terminó inmerso en una pelea con cuchillo y frente a dos contrincantes en alguna esquina del Bronx. Cuando reaccionó, cayó en cuenta de que no tenía razón para pelear, cuando se dio vuelta para seguir con su camino, uno de sus oponentes lo atacó por la espalda. De alguna manera alguien lo metió en una patrulla de la Policía, despertó en un hospital, no supo cómo pero ya estaba en una camilla, recuperándose de las heridas. Lo más caro que conoce hasta ahora son los ácidos y el popper, que se consiguen en quince, veinticinco o treinta mil pesos. El ácido es un pedazo de papel que se corta por la mitad y se pone dentro del ojo, que lleva a la gente a alucinar. Al principio arde, arde tanto que se piensa que se va a morir del ardor, luego se empieza a ver una neblina, después ve luces, muñecos, más tarde se siente un cosquilleo en el rostro, en todo el cuerpo y luego enloquece.
Dentro de esas locuras Diego tiene que empezar a controlarse. En ese mundo en el que vive y bajo los efectos de la droga, siente que es invencible, siente que se ha desatado un extraño poder en sí mismo, algo oscuro, una gran maldad y que puede y debe, matarlos a todos. Muchas veces cuando vienen estos pensamientos, está totalmente cuerdo. En esos momentos, sin embargo, era consciente de donde estaba y qué consecuencias podía traer cometer alguna locura, entonces prefería, aún ahí dentro, en las ollas, apartarse, irse lejos y sentarse solo en algún rincón, quieto, callado. Si alguien se acercaba demasiado o le decía algo, él atacaba inmediatamente, a mano limpia o a cuchillo; recibiendo en muchas ocasiones lo mismo a cambio.
Continuará…