Por: Josué Martínez
Diego Alejandro Quiroga Ospina
Parte III
En medio de esto, Diego termina el bachillerato e ingresa al Sena a estudiar Asistencia Administrativa y consigue un empleo en una empresa, en el área de Archivo. Pero su consumo va en aumento. Un día, estando en el Sanber y bajo los efectos de las pepas, le dan a probar bazuco. Nunca le había gustado, incluso cuando algún drogadicto se le acercaba fumándolo, él lo alejaba a las patadas o como fuera.
Casi que inconsciente, perdido en algún viaje alucinógeno en esas calles hostiles y atestadas de microtráfico y delincuencia, incapaz de diferenciar entre una cosa u otra, consumido por unas ganas incontenibles de probar más, de experimentar más; pisó los primeros peldaños de la última escalera que conduce a la indigencia y de la que muy poca gente regresa, el bazuco. Incluso su madre lo sabía y ya lo había advertido: “Si usted fuma bazuco, ni me busque, porque eso es el infierno”.
Como la primera vez lo había hecho bajo los efectos de otra droga, quiso consumirlo en sano juicio. Se fue para la olla, preparó la pipa y lo fumó. Y conoció esa sensación tan particular y placentera de toda persona que consume bazuco por primera vez. Esa sensación que nunca más vuelve a experimentar, esa sensación que todo adicto queda buscando hasta el final, pero nunca vuelve a encontrar. El entorno le cambió totalmente, parecía que había entrado en otra dimensión, como si hubiera dejado la realidad a un lado, para entrar en un sueño, el corazón, no podía estar más acelerado. Luego de esto, fumó de nuevo, buscando con desespero esa dimensión; y lo hizo otra vez y otra vez y otra vez…
Después no volvió a comprar pepas, cerveza, marihuana; nada, solo bazuco. Cada dosis valía mil doscientos pesos en ese entonces, una vez acabaron con El Bronx, quedó a tres mil pesos. Vendía la ropa, los zapatos, todo lo que tuviera a la mano para poder consumir más. Cada vez con mayor frecuencia robaba, con el mismo objetivo. Aunque a través del robo conseguía recursos, no era la forma más fácil, ya que cuando lo hacía, se apoderaba de él un miedo terrible, porque pensaba que la víctima, a la que acababa de hurtar sus pertenencias, lo estaba siguiendo por todas partes. Esta situación lo llevó a buscar otras formas de generar recursos, comenzó a reciclar y a cargar bultos en el madrugón. En este punto Diego ya casi ni comía, no le importaba, si podía fumar bazuco todos los días, lo hacía; su madre le cerró definitivamente las puertas de la casa. Así como pierde la posibilidad de entrar en su casa, de ver a su madre, pierde también el cupo en el SENA, y la posibilidad de estudiar diseño gráfico, que era lo que tenía planeado. Sin lugar para vivir, sin estudios que adelantar y con el único y funesto objetivo de consumir bazuco, cada que fuera posible, Diego se instala a vivir (si acaso se puede usar esta palabra) en las lóbregas y enigmáticas calles del centro de Bogotá.
Un amigo suyo le enseña a trabajar cargando bultos en el madrugón. Había que ir gritando a diestra y siniestra: ¡cargo, llevo, cargo, cargo, cargo, llevo! ¿Señor, le colaboro a cargar el bulto? Por cada trabajo de estos recibía desde dos mil, hasta diez mil pesos. Sin embargo, aunque al llegar la noche tuviera plata en el bolsillo, no pagaba estadía, y casi que ni compraba comida, todo, absolutamente todo era para comprar bazuco. Comenzó a buscar en qué calles dormir. Había que buscar un lugar en donde no fuera fácilmente visible para los policías y menos aún para los guardas de seguridad. Pronto se daría cuenta de la rudeza, la poca compasión y el mal trato que los guardas de seguridad del centro dan a los habitantes de calle. Un habitante de calle, para la sociedad, no vale absolutamente nada. Y Diego ya es uno de ellos; con un costal al hombro, busca todo el tiempo la manera de consumir más droga y un lugar para pasar el rato donde nadie lo moleste.
El único lugar seguro para Diego es ahora el madrugón, el Centro Comercial el Gran San, a donde llega cada madrugada a buscar a quién cargarle la mercancía. En ese lugar ya tiene clientes, personas a las que les ha ayudado a cargar antes y saben que él no los robará. Y como ahora apenas si duerme y llega bien temprano, casi que tiene asegurado el trabajo.
La vida en las calles del centro de Bogotá es despiadada. No se está tranquilo a ninguna hora. Al pulular drogadictos por doquier, la vida pende de un hilo todo el tiempo. Los habitantes de calle quieren robar siempre. Si hay algún adicto con mucha necesidad y hay otro que tiene en su posesión droga, se la va a querer quitar, de la forma que sea, literalmente. En el centro se puede cambiar un poco de droga por lo que sea, por cualquier cosa imaginable, desde luego puede tener el costo más alto, la vida.
En este escenario Diego tiene que luchar por su vida en varias ocasiones. Muchas veces le tocó esquivar puñaladas, salir corriendo, esconderse. Como ya no roba sino que trabaja para patrocinar su vicio, no lleva un cuchillo en la mayoría de las veces, y las pocas veces en que porta uno, se siente mucho peor. Ese miedo aparece de nuevo y no se logra sacar de la cabeza que con ese mismo cuchillo que lleva, lo van a matar. Y aparece otro peligro, como si fueran pocos. Los ñeros. Había que cuidarse de la policía, de los guardas de seguridad, de los mismos habitantes de calle y ahora, de los ñeros. Que pueden pasearse por las calles del centro en gavilla, totalmente drogados y repartiendo puñaladas a todo el que vean por ahí, en algún andén dormido, solo por diversión, o por la razón que sea que lo hacen. Diego no duerme por las noches. Se busca un lugar tranquilo, y descansa, nada más. El frío, el hambre, el pánico y los cuatro peligros mencionados anteriormente, hacen totalmente imposible la tarea de dormir. Y por si hacían faltas razones que justificaran el insomnio, cada vez que se encuentra en un lugar así para descansar, a la mente de Diego vienen los recuerdos de su mamá, de sus hermanos, de su estudio, de su vida, de qué va a ser de su futuro, si es que acaso existe.
Puede que se conozcan algunas personas en la calle, pero desde que exista bazuco de por medio, no hay amistad, se venden unos a otros por una dosis. Por una sola dosis de bazuco se matan. Este vicio hace que no importen ningún tipo de consecuencias. Niñas en las calles dan su cuerpo, dan todo, a cambio de tener un poco de bazuco. Incluso es habitual ver que niñas, a cambio de un solo pipazo, ofrezcan sexo oral.
A Diego lo iban a matar en Cinco huecos, en la Plaza España. Un muchacho de la calle le tenía envidia porque Diego trabajaba y andaba con plata. La envidia fue tal, que dijo en una olla que Diego era un sapo. Y ser un sapo en las ollas, significa estar casi muerto. Ese día pudo haber muerto, pero ocurrió un milagro. Mientras se drogaba, llegaron varios integrantes de la olla, y empezaron a golpearlo. Diego cayó al suelo y no tuvo otra opción que cubrirse la cara de los golpes. Había visto en otras ocasiones cómo terminaba esto. En estos casos, regularmente, de sus verdugos llueven puñetazos, palazos, puñaladas y no hay mucho qué hacer, salvo esperar un desenlace fatal. Pero ocurrió el milagro, cuando Diego pensaba que llegaba el fin, a lo lejos empezaron a gritar: ¡Negro, negro. Guarden, guarden, en la juega, negro, negro! Forma en la que se avisaba que venía la policía, y que había que guardar la droga y esconderse. ¡Salvado por la campana!
Continuará…
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