Hace poco en una conversación con amigos, llegamos a la conclusión de que es probable que la sociedad colombiana tenga unas enfermedades sociales que entorpecen nuestro proceso de desarrollo. I) Somos el país del prejuicio por encima de la técnica; II) somos especialistas en quejarnos de todo, pero no mover un dedo para solucionar nada; y, para completar la tríada patológica, III) la consciencia social está destrozada.
Cuando hablo de prejuicios por encima de la técnica puedo dar el ejemplo de la consulta anticorrupción. La gente hizo campaña de dos maneras, la primera fue en contra, acusando a quienes la apoyaban de castro-chavistas. La segunda, fue a favor, tildando de corruptos a quienes votaron no, o se abstuvieron. Es decir, de ambas partes se tomaron decisiones por ideas preconcebidas, y no por un análisis serio y minucioso de qué servía o no para el país. Se descarta la idea X por el simple hecho de que es propuesta por la persona y no por su valor real.
En Colombia, nuestra democracia es tan inmadura, y la ignorancia tan amplia (en todos los deciles de ingresos), que no somos capaces de reconocer en un contrincante político, o en una persona de otra ideología, a un posible constructor de ideas valiosas para la solución de los problemas económicos, sociales y políticos del país. Con semejante enfermedad generalizada, no se puede construir un país porque produce una actitud antidemocrática en su sentido lato. La Sra. Roosevelt lo tenía claro: las grandes mentes hablan de ideas, las pequeñas mentes de personas.
La segunda enfermedad, consiste en criticar todo y no hacer nada, en un pesimismo generalizado, nada es suficiente. Se puede resumir en un refrán: los colombianos hoy en día “ni rajamos ni prestamos el hacha”. Es muy fácil oponerse a todo porque sí y no dar alternativas, volverse siempre un palo en la rueda. Lo he visto durante mis años de vida: en el momento en que alguien se mueve para hacer algo, o asume una posición de influencia, se le tilda de vendido, automáticamente se convierte en enemigo y principal blanco de ataque. Esto se vuelve una profecía auto cumplida: nadie hace nada porque piensan que nada va a cambiar, y en efecto nada cambia porque nadie hace nada.
La tercera y última enfermedad que puedo dilucidar es tal vez más grave y más profunda… La consciencia social quebrada. Tenemos una incapacidad para ponernos en los zapatos del otro, lo que genera una inversión de valores en donde lo bueno es malo y lo malo es bueno. El ladrón o el maleante es adulado por “vivo” y “avispado” y la persona honesta es tildada de “imbécil” (el vivo vive del bobo, y el bobo de su mamá).
Pongamos un par de ejemplos. En el primero, un niño camina con su padre y ve como se le cae la billetera a alguien, el niño corriendo la toma y la entrega a su papá, el cual recibe la billetera, la guarda, y se vanagloria de que su hijo es “avispado” e “inteligente”. En el segundo ejemplo, alguien va al banco o a una tienda, recibe algunos pesos más de cambio (no importa la cantidad), y guarda silencio. En los dos casos hay un comportamiento de “avivado” donde el “vivo” se podría definir como el sujeto que se aprovecha del descuido de otro para el beneficio propio. Esta consciencia social rota, se puede ver en que si estos personajes hubieran sido víctimas de la indolencia de otra persona, no hubieran escatimado en quejarse de que la sociedad está podrida, que no tiene arreglo, que no se puede confiar en nadie, etc.
Otra forma de ver este modo de conciencia social es el temor de ser tildados de imbéciles si hubieran devuelto el dinero, porque “a papaya puesta, papaya partida”. Esta enfermedad es bastante grave porque se alimenta vilmente de la injusticia social: estos actos de corrupción cotidiana son justificados como base de luchas sociales (como la gente no paga en Transmilenio, o quienes evaden impuestos con el argumento de que el Estado está lleno de ladrones). De este modo, esta enfermedad está en cada pequeña acción individual, y se replica a tal nivel, que puede explicar una gran parte de la podredumbre de los debates públicos y de las noticias diarias. En otras palabras, la mayoría de los colombianos, somos incapaces de comprender que esas acciones a nivel personal son las mismas acciones de las que nos quejamos viendo el noticiero, magnificadas por los hábitos y las costumbres que este actuar engendra.
La raíz de estas enfermedades puede tener su origen lejano en el proceso de conquista y la colonización (Acemoglu & Robinson 2012). El cual generó reglas de exclusión por condiciones étnico-raciales, de género, de origen, cultura, lengua y religión (Calderón, Hopenhayn y Ottone, 1994 y 1996). Esto pudo generar un resentimiento social de largo plazo y un rompimiento de la empatía, que, durante el siglo XIX y XX pudo catalizarse con la violencia política y recientemente aún más con la cultura del narcotráfico. Es sólo una hipótesis que habría que estudiar juiciosamente.
El Profesor y Exministro, Alejandro Gaviria, plantea dos enfoques para abordar el tema de la corrupción: I) el de la regeneración moral, y II) un enfoque que aborda la corrupción como un síntoma de problemas más profundos en el funcionamiento de las reglas de juego de la sociedad. El primero enfoque es fuente de demagogia, de modo que adscribo al segundo para tratar el final de este escrito.
Puede que estas “enfermedades” sean efecto y causa al mismo tiempo, en un proceso de retroalimentación de hábitos y costumbres. Sin embargo, el punto esencial es que son fenómenos que obstaculizan la catarsis de nuestra sociedad. ¿Estamos entonces en una especie de “cuarentena eterna”? ¿en una trampa que afecta nuestro sistema inmune social? ¿Se solucionaría esto con una sociedad más justa en igualdad de oportunidades? Mi generación debe de alguna forma dar un salto en la calidad de sus debates (evitando los comunes ataques ad hominem, por ejemplo) y en la forma de superar las tensiones de la injusticia social (sin justificar la violencia, por ejemplo).