Por: Humberto Izquierdo 

Todos quisiéramos que el entorno digital fuera un reino de paz, respeto y concordia, en que los colombianos convivieran, se informaran y debatieran de forma libre y con argumentos, pero la manera de lograrlo no es entregándole a unos cuantos particulares la sagrada tarea de decidir qué pueden y qué no pueden decir y expresar las personas en Internet. Esta pésima idea provino de la funesta sentencia T – 063A de 2017, proferida por la Corte Constitucional, en lo que fue un primer ataque contra la libertad de expresión.

En esa oportunidad, ordenó a Google eliminar de la red un blog anónimo que invitaba a no comprar en ‘Muebles Caquetá’ por ser un establecimiento estafador. Para cumplir con la orden, la compañía norteamericana no solo debía desaparecer -la sola palabra produce escalofríos- de Internet un blog que no era de su autoría, pues apenas fungía como un intermediario, sino también monitorear permanentemente cualquiera otra afirmación similar en la inmensidad de la red y eliminarla.

En buena hora la Corte, en un reciente fallo, declaró la nulidad de su propia sentencia –sí, de su propia sentencia- y corrigió su grave yerro con fundamento en que no hay, ni puede haber, una regla única para definir cuándo una publicación es agraviante y cuándo no. Para eso están los jueces y no los particulares, dice el fallo.

Hasta ahí todos muy contentos. Sin embargo, un nuevo embate contra la libertad de expresión no se hizo esperar. Recientemente se radicó el proyecto de ley 179 de 2018 sobre buen uso y funcionamiento de redes sociales y sitios web en Colombia. Si fuera por el título, una iniciativa como estas debería sumergirse en primer debate pues pretender, por ley, que los colombianos no se maltraten en Instagram o en Twitter es tan absurdo como promulgar como ley de la República el Manual de Urbanidad de Carreño. Lo grave es que, de convertirse en ley, ahora Claro y Movistar, Google y Facebook, decidirían qué podemos y qué no podemos decir o publicar en la red. El gran hermano.

La fórmula con que mágicamente el proyecto se propone evitar el maltrato, las calumnias y las injurias en Internet es obligando a las compañías que proveen el servicio y a quienes administran redes sociales y sitios web a tomar acciones correctivas para interrumpir o impedir la difusión de publicaciones agraviantes en el medio digital, como eliminar el contenido de la red.

El proyecto va más allá de la sentencia porque impone a los operadores, buscadores y plataformas la carga adicional de recibir denuncias de todos los que se consideren víctimas de “publicaciones abusivas” y reportarlo así al Ministerio TIC, quien, de paso, ahora vigilaría contenidos en la red.

Sí, aunque sea difícil de creer es así, como se lee: no contento con que ahora estas compañías serían algo así como nuestros padres en Internet, para reprendernos con cinturón en mano por lo que decimos, el proyecto también establece que ahora el Gobierno vigila a quien nos vigila y, ya entrados en gastos, también nos vigila a nosotros. Al lado del proyecto, las chuzadas parecen juego de niños.

A diferencia de lo que pasa con las películas, en que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, la semejanza entre el proyecto y la sentencia no parece casualidad. Es innegable que el proyecto no es sino el espejo de la sentencia, pero redactado a manera de ley, y no se esforzó en ocultarlo pues entre otras cosas cita expresamente el pronunciamiento en su bibliografía. Quiere resucitar una sentencia anulada y de esa manera reencauchar medidas que la Corte ya declaró inconstitucionales, con una que otra perla de ñapa.

Una ley así sería ilegítima y antidemocrática al otorgarle a los particulares funciones que en una democracia están reservadas a los jueces. Como vil copia de una sentencia anulada, tarde o temprano estaría condenada a la inconstitucionalidad.

Además, una sociedad debe ser capaz de autorregular la convivencia entre sus miembros. El brazo fuerte del Estado y de la ley solo debe aparecer para ocuparse de los casos más extremos y no para cargar a las compañías de tecnología con obligaciones que no les interesa asumir, ahuyentándolas del país con sus empleos y capitales.

En últimas, es preferible que los colombianos se queden en las palabras y no se vayan a las armas. Esa es una de las virtudes de la libertad de expresión, mantener ciertas rencillas en niveles tolerables de conflictividad social.

Luego de que la Corte Constitucional anulara su propia sentencia, en un histórico fallo, la libertad de expresión en Internet nuevamente está en riesgo. Hay que pararle bolas a este peligroso, antidemocrático e inconstitucional proyecto de ley. De lo contrario, a su lado las chuzadas parecerán juego de niños.

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