La tensión entre el Estado y el Individuo ha estado presente en las discusiones recientes a nivel mundial sobre el papel de la intervención pública en la vida privada de las familias e individuos. Tal tensión podría caricaturizarse como estar entre Escila y Caribdis dado que siempre hay conflictos entre el “ser” y el “pertenecer”.
Las tensiones entre el individuo y la sociedad (y el Estado) se materializan principalmente en las esferas de la economía y la política.
En un principio, la economía política se definió en palabras de Adam Smith como la rama del hombre de Estado o legislador que se ocupa de dos objetivos: 1) que el pueblo pueda valerse por sí mismo para su subsistencia abundante, y 2) proporcionar al Estado o a la comunidad ingresos suficientes para la provisión de bienes públicos (Smith, 1776). El campo de acción en esta materia se ejerce desde el Estado, es decir, es una actividad política en el sentido de que utiliza el poder para alcanzar objetivos económicos determinados.
A veces un antiguo nombre que ha quedado en la memoria de la humanidad revela con más claridad la esencia de las cosas, que su moderna denominación (Chang 2014). La economía política, palabras más palabras menos es el estudio de la gestión política de la economía, el estudio de los intereses e incentivos de todos agentes del sistema.
Es útil para esta discusión, plantear la tensión existente entre la libertad individual y el Estado. Unos argumentan que entre menos intervenga el Estado, mejor, porque los individuos, por sí mismos saben qué es lo mejor para ellos (todos somos distintos). Otros, defienden un Estado más poderoso, menospreciando e incluso temiendo que el exceso de libertades individuales pueda afectar el “orden social”. La posición individual – de este espectro yo la llamo la “dimensión política de la organización estatal”.
En ese plano, uno de los extremos prefiere Estados totalitarios, que conlleva a la mínima participación de la ciudadanía en las decisiones de gobierno, en el otro, se defiende una especie de individualismo extremo y una minimización de las jerarquías sociales y políticas. En el medio hay infinitos matices, desde democracias con baja participación y libertades políticas restringidas, o democracias de participación universal como las de los países occidentales en la actualidad.
La cuestión se hace más interesante cuando entra en discusión lo que llamo la “dimensión política de la organización económica”, en donde encontramos un amplio espectro de opiniones sobre el rol del Estado en la actividad económica.
En un extremo está la versión libremercadista, que promueve un Estado mínimo que provea seguridad, protección de derechos de propiedad, y bienes públicos que ningún privado encuentre rentable proveer. En el otro, la posición marxista (de facto), que sitúa al mercado como una institución de distribución en un segundo plano (o incluso lo elimina) y plantea un control absoluto del sistema económico por parte de una junta central de planificación. Al igual que en la dimensión de la organización estatal, existen innumerables posiciones en el medio, y aún más, existen discusiones profundas al interior de la yihad del marxismo, y entre las legiones del libre mercado.
En la combinación de estas dos dimensiones expuestas, uno puede tener dictadores totalitaristas pro-libre mercado como Pinochet, o el General Park Chung-hee en Corea del Sur, o dictadores pro-planificación central como Stalin, Chávez, o Fidel Castro. En la misma línea, uno puede tener demócratas pro-libre mercado como Milton Friedman, o demócratas pro-planificación, como algunos social-demócratas en Europa y Latino América como Pedro Sanchez o Pepe Mujica.
La cuestión del debate entonces es: ¿el Estado tiene el derecho a decirle a los individuos que lo componen lo que deben hacer? Si uno parte del individualismo, el gobierno es un “contrato social” entre individuos soberanos. La acción del Estado se legitima sí y solo sí cada individuo da su aprobación. Thomas Hobbes, el contractualista más célebre de la ilustración, sostuvo la idea del “Leviatán” como un producto del Contrato Social que los individuos tenían que respetar, e incluso lo utilizó para argumentar la sumisión ante las monarquías absolutas.
Autores modernos como Robert Nozick, James Buchanan y Milton Friedman, han reinterpretado el contractualismo para desarrollar la filosofía política del Estado mínimo, la cual decantó en el liberalismo libertario, donde se sostiene que, al “Leviatán”, en vez de obedecerlo sin reservas, se le debe poner una cadena al cuello. El exceso estatal es ilegítimo, y en momento en que el Estado va más allá de garantizar la ley y el orden y sus funciones necesarias, se da el primer paso en el “camino de servidumbre” tal como sostuvo Hayek en su crítica al envilecimiento de los partidos liberales de Europa a principios del siglo XX.
Esta postura filosófica es bastante útil para lucha contra el abuso estatal. Cuando se cree que el Estado está por encima de la ciudadanía es fácil que una minoría con control del Estado exija “sacrificios” en nombre del “interés general”. La demencia de los dictadores tanto de izquierda como de derecha (Stalin, Polpot, Chávez, Hitler o Pinochet para nombrar algunos) se ha basado en creer que tenían certeza absoluta sobre qué era lo mejor para la sociedad e imponerlo mediante la violencia. Paradójicamente, el individualismo que pone límites al Estado, evita que una persona, o un subgrupo de sujetos, impongan su ideal de sociedad a los demás mediante la violencia.
A pesar de su gran utilidad, la exageración del poder individual debe matizarse. Históricamente, los humanos hemos hecho parte de comunidades y sociedades. En otras palabras, la libertad absoluta no existe. Sin embargo, en épocas de tantos engaños y populismo barato, es revolucionario defender la poca libertad que la naturaleza humana, la historia y el mundo nos han otorgado.
@iurrea91