Hoy en día pocas cosas pasan tan desapercibidas como la vulnerabilidad de los peatones en cuanto a la movilidad. Esto se debe, por una parte, a la situación en sí misma cuando nos movilizamos a pie, que evidentemente representa un riesgo para nuestra vida, conviviendo con carros, buses y motos; y por otra parte, a las condiciones que establece la ley para hacer una caminata por la vía pública.
En Bogotá, el 31,1% de los viajes se realizan a pie, siendo el principal medio de transporte, seguido por el transporte colectivo de pasajeros (23,4%) y Transmilenio (13,9%), según datos de la Encuesta de Movilidad 2015. El año pasado, a noviembre de 2018 según el Observatorio Nacional de Seguridad Vial,175 personas perdieron la vida a causa de un siniestro vial y 1684 quedaron gravemente lesionadas. En esta ciudad, diferente a lo que ocurre en el resto del país, la principal víctima de las vías es el peatón, particularmente las personas mayores de 60 años (el 49,2% del total).
Mientras los derechos y deberes de los demás actores viales son temas que se discuten ampliamente entre las diferentes instancias de gobierno y grupos representativos o gremios, el peatón no tiene un medio de interlocución visible. Hoy hay un puñado de organizaciones de la sociedad civil que trabajan en pro de los derechos de los peatones, pero su interlocución es limitada y el peatón como actor vial queda marginado de acciones concretas en la agenda pública.
Pero, ¿y qué dice la ley sobre el peatón? La Ley 769 de 2002, más conocida como el Código Nacional de Tránsito decretó en tres (3) artículos (57, 58 y 59) las condiciones en la que los peatones pueden hacer uso de la vía. En el primero establece sobre la circulación peatonal lo siguiente: “El tránsito de peatones por las vías públicas se hará por fuera de las zonas destinadas al tránsito de vehículos. Cuando un peatón requiera cruzar una vía vehicular, lo hará respetando las señales de tránsito y cerciorándose de que no existe peligro para hacerlo.”
Por su parte, el artículo 58 establece una lista de diez (10) prohibiciones específicas y el artículo 59 (el más llamativo, en mi opinión) establece las limitaciones a peatones especiales, es decir: personas en condición de invidencia, sordera y otras capacidades reducidas, y los ancianos (mayores de 60 años según la legislación colombiana); quienes para cruzar las vías deben hacerlo en compañía de una persona mayor a los 16 años. En resumen, la ley les da a los peatones tres (3) elocuentes condiciones para transitar: restricciones, prohibiciones y limitaciones.
Lo anterior contrasta radicalmente con el discurso oficial sobre la prospectiva en el sistema de movilidad. Se repite hasta la saciedad el concepto de la “pirámide invertida” que se refiere a la priorización de quienes son mayoría y que representan menores externalidades negativas a la convivencia vial. Por lo tanto, todo plan estratégico, plan de acción, programa o proyecto de movilidad habla de la prioridad del peatón, del biciusuario, seguido por el transporte público y por último el vehículo particular para el diseño de la política pública.
Paradójicamente, la actividad por excelencia para el disfrute de una ciudad es caminar. A diferencia de los otros medios de transporte, el caminar es un fin en sí mismo, se camina para recrearse y de golpe resulta útil para ir de un origen a un destino. La forma más práctica, por ejemplo, de conocer un destino turístico es caminándolo, disfrutar de las expresiones artísticas, entrar a un restaurante o una cafetería al azar, preguntar a los transeúntes por recomendaciones, todas estas son actividades que componen el placer de vivir una ciudad y que se hacen posibles al caminarla. Ni hablar del desarrollo del comercio o la generación de un tejido social mucho más arraigado en la identidad cuando se puede caminar más.
Ante este panorama vale la pena una reflexión seria sobre lo que está pasando en la ley y las medidas para salvaguardar la integridad de los peatones. Lo primero que uno puede recordar en materia de recomendaciones al peatón es la prudencia. Se ha establecido por décadas una priorización absurda del espacio público para los vehículos motorizados dejando a los caminantes relegados a un ambiente hostil, en el que la alerta constante debe ser su modo de vivir porque la ciudad está hecha para las máquinas. Por ende, los caminantes son actores complementarios que deben fundamentalmente adaptarse.
Aunque resulta deseable tener ciudades más caminables, tal como se consignó en el evento más importante sobre peatonalización “Walk21” realizado en Bogotá en el pasado noviembre, lo cierto es que la estructura legislativa dista de proyectar la protección de los peatones, y en cambio agudiza un enfoque, en mi opinión desafortunado, de marginación. La norma no ha establecido tema diferente a lo que no puede hacer el ciudadano a pie y por ende parece ser que al peatón le queda aquello que por descarte le correspondió después de haber destinado el espacio público para los demás.
Además de la priorización del vehículo, no se requiere esfuerzo para encontrarse en las aceras los bolardos, las ciclo rutas y las ventas ambulantes para crear un verdadero desplazamiento del caminante. Falta mucho por discutir e investigar al respecto, en un tema que se debilita ante la falta de alternativas y perspectivas de “modernidad urbana” inconvenientes.
Las ciudades modernas son ciudades caminables, respetuosas con la vida, integradoras y sostenibles. Por eso, es urgente apuntar a un desarrollo normativo orientado a proteger al peatón, hacer ciudades caminables para que hablemos de ciudades modernas. Lo anterior no niega la inexorable realidad de convivir con diferentes modos, pero si establece un debate de carácter político sobre la modernización de nuestra sociedad. ¿Quién podrá salvar a los peatones?