Con el reciente incremento a la tarifa de TransMilenio, que empezó a regir desde el primero de febrero de este año, el distrito insiste en una política que segrega a las clases más pobres y desincentiva el uso del transporte público. Lo anterior tiene un alto impacto en la sostenibilidad de la ciudad y apunta a empeorar las condiciones de movilidad de los bogotanos que de por sí ya son caóticas.
El alcalde Enrique Peñalosa y la administración distrital han venido incrementando sostenidamente la tarifa de TransMilenio y del componente zonal SITP, hasta su precio actual de $2.400, bajo dos argumentos que vale la pena revisar con atención: ajustes inflacionarios y el cierre de una brecha financiera entre el recaudo por tarifa y el costo operacional; esta última generada en la pasada administración de Gustavo Petro. Estos razonamientos hacen necesario valorar si el incremento de la tarifa trae más beneficios que costos sociales, o viceversa.
Desde el año 2015, el sistema ha incrementado la tarifa en 600 pesos para el componente troncal y 700 pesos para el SITP. Es decir, desde el 2015, año en el que la tarifa era 1.800 pesos, el incremento ha sido del 33%. Esto, a primera vista, parece no tener lió. En general los precios de bienes y servicios aumentan año a año por ajustes de salario. Sin embargo, al comparar el gasto mensual de transporte, suponiendo 22 días de viajes ida y regreso, con el auxilio de transporte sí se evidencia un déficit. Es decir, que lo que contempla la ley para financiar el transporte de los asalariados no es suficiente para movilizarse 22 días al mes en el sistema.
Existen, además, otros indicadores que ilustran mejor esta problemática. Según la encuesta de percepción de Bogotá Cómo Vamos del 2018, el 55% de los bogotanos afirma que el sistema empeoró, y el nivel de satisfacción disminuyó de 19% a 13% entre 2017 y 2018. Mientras la proporción de ciudadanos que tenían al TransMilenio como su principal medio de transporte disminuyó, para el carro particular y la moto aumentó.
Es evidente que estos indicadores no son consecuencia inmediata del aumento de la tarifa, hay otros factores como la falta de flota o los retrasos en la construcción de otras troncales inicialmente planeadas. Sin embargo, es claro que el aumento de tarifa ante una creciente inconformidad de la ciudadanía con el sistema es nocivo, en tanto que genera mayores desestímulos.
Por otra parte, la administración distrital ha afirmado que el déficit del sistema alcanzaba los 600.000 millones de pesos a causa del congelamiento de la tarifa en la administración anterior. Esta afirmación está condicionada a una retórica que incluso desde el gobierno nacional viene siendo cuestionada por razones evidentes. El déficit del que se hace referencia corresponde a la diferencia entre la tarifa pagada por el usuario (el recaudo) y el costo operacional.
Lo cierto es que en ningún sistema masivo de transporte en el mundo se tiene ese equilibrio entre tarifa y costo. La tarifa que se debería cobrar para cubrir el costo, en ocasiones es tan alta que excluiría a muchos ciudadanos de ingresos bajos de utilizar el sistema. Por eso existen fondos de estabilización o de compensación tarifaría, que básicamente son un subsidio al transporte por parte del gobierno para que más ciudadanos puedan acceder al sistema a un precio razonable.
La tesis de la “autosostenibilidad” financiera de los sistemas masivos de transporte en Colombia derivó de una promesa que el TransMilenio le había hecho al país (y de hecho a varias ciudades del mundo), que los sistemas BRT (Bus Rapid Transit por sus siglas en inglés) podrían ser costeados con la tarifa y que por tanto los gobiernos no tendrían que pensar en fondos subsidiarios.
Con la expedición de la Ley 1753 de 2015 se reconoció la necesidad de financiar los sistemas masivos con aportes del sector público de naturaleza subsidiaria, es decir, costos de operación no cubiertos por la tarifa. No obstante, TransMilenio insiste en este argumento, bajo el enfoque de autosostenibilidad, lo que resulta inconveniente por los argumentos ya expuestos. Por lo tanto, esta razón es inaceptable si se quiere promover e incentivar el transporte público en Bogotá.
Otro aspecto que llama poderosamente la atención, y que me llevó a plantear la segregación como uno de los puntos centrales de esta reflexión, es la ponderación de la canasta familiar en la reciente modificación metodológica para el cálculo del IPC que hizo el DANE. Para los hogares pobres (ingresos hasta $360.000) y hogares vulnerables (ingresos hasta $900.000) se estima que su gasto en transporte urbano esta entre el 5% y el 6% de su canasta mensual.
Esto equivale a decir que los hogares pobres gastan 18.000 pesos mensuales en transporte urbano y los hogares vulnerables 54.000 pesos mensuales, en el mejor de los casos. Aunque este dato es nacional (no se encuentra pública la información por ciudades) refleja una situación preocupante. Podría hacerse el cálculo de cuantos viajes en TransMilenio o SITP es posible hacerse con esos valores de gasto. Sencillamente no alcanza para usar el sistema durante un mes. Inclusive, ni una semana en el caso de los más pobres. Estos hogares ya se encuentran excluidos del sistema y sería una de las razones para valorar el aumento de los “colados” por ejemplo.
El transporte es un servicio público esencial que tiene la potencialidad de cerrar brechas en materia de derechos, particularmente con relación al disfrute de ciudad. Debe estar orientado a incentivar su uso para promover la movilidad sostenible y democratizar el espacio público. Si bien la tarifa es apenas una arista del problema, es necesaria la reflexión sobre el impacto segregador que está teniendo y que ahoga cada vez más a los hogares de clase media o de menores ingresos encareciendo e inviabilizando un nivel de vida digno.