Por: Josué Martínez

Gandhi dijo: “Todo lo que hagas en la vida será insignificante, pero es muy importante que lo hagas”. Tiendo a estar de acuerdo con la primera parte

Película: ‘Remember me’

Es casi media noche, me acabo de despertar, algo perdido y pensando que ya era mañana, siento algo muy parecido al bienestar, posiblemente por la ausencia del dolor de cabeza que ya es casi parte de la rutina.

Voy hasta la cocina, tomo una jarra de la nevera, le echo agua de la llave del lavaplatos y tomo grandes cantidades de ese líquido dulce que termina de despertarme por el dolor de estómago que me produce.

Entonces recuerdo que es viernes, que tuve que estar en el trabajo a las 5:00 a. m. para cubrir la visita del Ministro de Agricultura después de haber dormido apenas un par de horas. Recuerdo que llegué en la tarde al apartamento y que almorcé como a las 6:30 p.m., luego me recosté un momento a descansar.

Recuerdo también que me dormí pensando en que quería escribir mi artículo mensual basado en algo que tuviera que ver con el momento apocalíptico que vive el mundo por estos días y por alguna extraña razón me despierto pensando en esta película, que justamente cumplió el mes pasado diez años de su estreno.

La he visto muchas veces y no me canso, está ambientada en la ciudad que amo sin haber puesto nunca un pie en ella, de fondo el atentado terrorista del 11 S, pero sobre todo lo que me llama la atención es su protagonista, quien tuviera más o menos mi edad por aquel tiempo.

No podría decir que me identificaba con él. Tal vez quería hacerlo, tal vez quería ser él. Por la ciudad donde vivía, por lo que estudiaba, por el apartamento que ocupaba, por la ropa que usaba, por la suerte que tenía con el género femenino, por la acaso irreal perfección que suelen mostrar las películas.

Ahora pienso que traté de imitarlo en algunas cosas por mucho tiempo, intentando desesperada e infructuosamente tener una vida parecida. A él su hermano se le había suicidado y tenía la costumbre de ir a escribirle cartas para tenerlo en su memoria, lo hacía en una vieja libreta que cargaba en el bolsillo, sentado en una cafetería del centro de Manhattan.

Aún hoy busco esa cafetería en mi ciudad, también infructuosamente en el centro, aunque de tanto buscarla y recorrer sus calles, creo que desarrollé un amor parecido al de él por ese lugar de la ciudad.

Algunas cosas en común tendremos, el amor por los libros, andar en bicicleta, un par de camisas y en este sentido el poco cuidado por la forma de vestir, un café en la mano la mayor cantidad de tiempo posible en el día y en su momento un cigarrillo en la otra, la nostalgia, la crisis existencial permanente y creo que no mucho más.

Él vivía en un apartamento típico de New York, en un edificio emblemático, con terminaciones en madera, una sala amplia y amanecía de tanto en tanto con una mujer rubia, joven y hermosa en su cuarto. Mi apartamento no tiene nada en madera, es algo oscuro y frío en un primer piso de una casa de cuatro, en un barrio popular, nada emblemático.

Sus días transcurrían entre los libros que ordenaba en la biblioteca de la universidad, los que leía, las clases a las que iba como asistente, las preguntas y la nostalgia por la pérdida de su hermano y los conflictos con su multimillonario padre demasiado ocupado en cosas importantes como para comprenderlo o ayudarlo.

Los míos transcurren un poco también entre los libros, que alcanzo o puedo leer y en cuyas historias me encantaría quedarme atrapado a vivir para siempre, entre el intento por graduarme de una carrera que debí terminar hace unos cinco años, entre mi lucha por intentar hacer lo que me gusta, aunque por momentos no tenga idea de qué es, entre las desesperantes ganas de entender cuál es el motivo de esa nostalgia pegajosa e incapacitante, entre el miedo a todo y a todos, entre la lucha eterna por vivir, de algún modo.

Ni siquiera en el final nos acercamos, él termina sus días en una de las torres gemelas derribadas por aviones en el recordado atentado terrorista, en la que se suponía era la ciudad más segura del mundo. ¡Épico!

Ahora mismo uno siente que sus días pueden terminar en cualquier momento, a juzgar por los miles de muertos que deja el virus este que ocupa todos los rincones de la información y del diario vivir en el mundo entero.

No puedo negar que es frustrante, entre otras cosas, que el fin de los días llegue a través de un simple virus, es indigno, humillante. Hubiese sido más épico en una guerra, defendiendo los colores de una bandera, los ideales o los principios. Tal vez víctima de un conflicto arrastrado por años, o un accidente fatal, pero incluso ni en eso, ni en la muerte, se pudo dar la talla.

@Josu05660185