Por: Leonardo Urrea R.
Esta semana tuvo lugar un aterrador paro armado en Colombia donde básicamente vimos que el Estado no tiene control sobre su territorio. La semana pasada se leyeron noticias sobre la existencia de un plan para asesinar a Gustavo Petro y vimos a Rodolfo Hernández acongojado por el asesinato de su hija a manos del ELN. Recuerdo a Federico Gutiérrez en 2016 como alcalde de Medellín denunciando amenazas de muerte en su contra por su labor de combatir el crimen y a Sergio Fajardo, en 2012, cuando oficiaba como gobernador de Antioquia, denunciando amenazas contra su vida. Elementos del paisaje que Colombia normaliza, pero que no deberían ser el día a día.
Sin embargo, el problema va más allá de si los contendores de un lado u otro creen que son autoamenazas o espectáculos para subir en las encuestas de opinión. La violencia es parte de la realidad nacional, no solo en la política, sino en las amistades y en las mismas familias. En Colombia, en plena tercera década del siglo XXI, todos los meses asesinan líderes, mujeres, padres, niños… No hemos podido dejar la violencia como un instrumento para organizar la sociedad y supuestamente solucionar problemas.
El proceso mediante el cual las sociedades pasan a convertirse en mejores vivideros para la gente sin tanto sufrimiento y dolor, pasa por tener en orden las reglas de la competencia política y económica, y censurar, tanto en la ley como en la práctica, el uso de la violencia y el terror como instrumento. Ningún país con democracia y economía desarrolladas usa la violencia persistentemente para ordenar su sociedad. Esto implica que asesinar al contendor político está prohibido en las democracias funcionales del mundo. Nosotros somos una democracia de muchos años, pero también una muy violenta. Quien lo dude sólo lea el informe Basta Ya del Centro de Memoria Histórica, o escuche los relatos de las víctimas de las FARC, el ELN, las AUC o cualquier grupo armado.
Los magnicidios en este país podrían trazarse desde inicios del siglo XX. En 1912 se firmó el acuerdo de paz que puso fin a la guerra de los mil días, Rafael Uribe Uribe fue herido de muerte dos años después con hachuelas en frente del Capitolio Nacional; agonizó durante 12 horas en su casa del centro y murió. Rafael Uribe Uribe fue hombre de guerra y paz, ideólogo del partido liberal, defensor de la propiedad privada y de los derechos de los trabajadores, profesor de la Universidad de Antioquia, escritor, defensor de la libertad de prensa, fundador de los periódicos La Consigna, La Unión y El Trabajo, junto al fundador de El Espectador y exministro de hacienda Fidel Cano Gutiérrez, cuyo nieto Guillermo Cano también fue asesinado en 1986. El país perdió con esa muerte, así como ha perdido, según el Registro Único de Víctimas, con más de 1 millón de colombianos asesinados, con más de 8 millones de colombianos desplazados por la violencia y con el asesinato de múltiples líderes políticos de diversa ideología.
El efecto de los magnicidios en Colombia ha sido nefasto, ha catalizado periodos de violencia y ha generado auras de conspiración donde los verdaderos responsables siguen en total impunidad. Es tan grave esta característica colombiana que no ha discriminado entre ideologías políticas. Los asesinatos de Jorge Eliecer Gaitán, Álvaro Gómez Hurtado, Jaime Pardo Leal, Rodrigo Lara Bonilla, Bernardo Jaramillo Ossa, Carlos Pizarro, Jaime Garzón, lsa Alvarado, Mario Calderón, Isaías Duarte Cancino, o Luis Carlos Galán son todos gravísimos y de profundo daño social, no solo por sus ideas perdidas y sus ganas de transformar el país, sino porque son colombianos asesinados por colombianos que justifican homicidios por X o Y razón.
Sin embargo, como plantea Carlos Marín Beristain, el daño más grave de todos es que cuando se asesina al soñador, el mensaje es que no se puede, que hay quien manda no seguir soñando y tiene el poder para callar y frenar la transformación económica y social. Muchos soñadores colombianos están muertos o en el exilio.
La situación se ha degradado tanto que hay personas de distintos bandos políticos diciendo en privado que los problemas del país se solucionarían asesinando a X o Y personaje ¡Qué demencia colectiva! Esa es la lógica que ha mantenido la guerra en nuestro país y esa es la lógica que tenemos que superar colectivamente. Cuando algún político tenga un opositor, la primera solución NO PUEDE SER MANDAR A ASESINARLO. No importa si esta persona es de izquierda, de derecha, un alcalde, un gobernador o el vecino, por más nefasto o inepto que les parezca.
La situación actual puede ser una de puertas a convertir a Colombia en una sociedad abierta con garantías de derechos a toda la población sin importar su raigambre, color de piel, o ideas políticas. Esto solo se puede hacer mediante un acuerdo entre élites económicas, políticas, e intelectuales que prescriba el asesinato como instrumento válido de contienda. Esto quiere decir que a ninguno de los candidatos les conviene que su vida esté en peligro y eso implica también hacer todo lo posible para que las vidas de sus contendores estén a salvo. Que el equilibrio sea la vida y a ningún candidato presidencial (ni a ningún colombiano), le pase ni un solo rasguño. La muerte no puede seguir siendo el instrumento para ordenar el poder si queremos fortalecer la democracia.
Twitter: @ilur91