Durante las últimas semanas, los puntos de cada programa político han salido selectivamente a la luz, bien para ser debatidos, o bien para “permitir” a los candidatos cambiar de opinión y mutar camaleónicamente según la audiencia y la tendencia. Véanse, por ejemplo, las posturas semanales de Rodolfo Hernández ante el tema de consumo de drogas y narcotráfico. Paremia predilecta: confunde y reinarás.
Sin embargo, un tema del que aún no se habla mucho y que está presente únicamente en el plan de gobierno de Petro es el de la protesta social. No solo resulta relevante hablar de la necesidad del desmonte del ESMAD y de la definición de mecanismos efectivos para garantizar derechos humanos, sociales y constitucionales en el marco de las movilizaciones, sino además, debemos posicionar como sociedad la legitimidad de las manifestaciones ante un Estado históricamente violento.
No podemos avanzar en la construcción de la paz —sin importar el presidente electo— hasta que se desmantele la simbología bélica que atraviesa a un país que ha recurrido a la violencia como forma de organización y desorganización, y, peor aún, como mecanismo válido para tratar asuntos personales, familiares, sociales y políticos.
No es de extrañarnos que uno de los candidatos sea famoso por insultar y amenazar. No obstante, lo sorprendente puede estar en la “normalidad” con la que vemos a un empresario que amenaza a su empleada con echarla por no obedecer a algo ilegal y, la “anormalidad” y estigmatización asignadas a un ex-guerrillero que por los años 80’s fundó, junto a la comunidad, el barrio Bolívar 83 para personas sin casa, barrio que “se convirtió en el símbolo del triunfo de un movimiento de idealistas que para entonces ni siquiera sabían disparar un arma”.
Y es que el concepto de “guerrillero” fue homogeneizado simbólicamente por los medios de comunicación y los políticos de turno en una estrategia intencionada. Se pusieron al mismo nivel los protestantes, terroristas, paramilitares, guerrilleros urbanos y rurales: todos en la misma bolsa. Y hoy le suman a “progresistas, izquierdosos, mamertos y castrochavistas”. Simbólicamente se han creado un montón de “enemigos” internos, les han asignado etiquetas y llenado de contenido bélico con fines de invalidar y destruir todo debate con las posturas diversas a la élite establecida.
Y no es novedad la Doctrina que trae consigo al enemigo interno. Desde la Guerra Fría existe esta política, que en principio era estadounidense, dizque para frenar la amenaza comunista en la región (mientras se protegían las élites locales del descontento social por la deuda externa, pobreza, desempleo, etc.) En algunos países vecinos llegó a instaurar regímenes militares y, en nuestro caso, se materializó a través de la formación en técnicas e ideología contrainsurgente. Por la Escuela de las Américas pasó, entre otros, Rito Alejo del Río, investigado por masacres como la de Mapiripán y asesinatos como el de Jaime Garzón.
La Escuela capacitó a más de 16 mil colombianos entre 1966 y 2015. Un informe lanzado por el movimiento de derechos humanos de la misma documentó que cientos de estudiantes cometieron atrocidades al regresar a sus países; como el Coronel Bayron Carvajal o el General Jaime Uscátegui (ya condenados).
Una formación de medio siglo y contemporánea a la escalada violenta de nuestro país que, además, en lo ideológico ha sembrado la idea de que todo lo que suene a izquierda es comunista y es objeto de ataque y destrucción. No podemos ignorar que la dimensión simbólica no se limitó al campo militar, sino que hay todo un entramado social en el que se inserta para darle solidez al ataque, usando —y degradando—los medios de comunicación, como la revolucionaria Radio Sutatenza, por ejemplo.
Sin mencionar los recientes paros. Que las movilizaciones de 2016 superen en un 91% las de 2013 y en un 132% las de 2014 evidencia que las manifestaciones no son un evento espontáneo, ni producto de la “infiltración” de guerrillas en decadencia —como nos lo han vendido—, sino que es fruto de la sordera de gobiernos ante demandas válidas, desatendidas y violentamente calladas por los brazos militar y legal (este último expresado en modificaciones legislativas, Código de policía, impunidad, inasistencia jurídica, entre otros).
Así, tras develar el plan de aniquilamiento desplegado por décadas y hasta la actualidad, se puede avanzar en comprender que no cualquier cosa es un enemigo, que un trabajador que exige mejores condiciones laborales o una joven que marcha por mayor cobertura en la educación pública no son terroristas ni criminales.
Solo así se puede desmontar el Estado militar que nos ha gobernado y cambiar los discursos sobre el derecho que tenemos como colombianos y colombianas que trabajamos, estudiamos, vivimos, sobrevivimos, tributamos, pensamos y creamos en este territorio a tener unas condiciones dignas; que eso también es democracia. Las protestas van a seguir, siempre y en todo el país porque son una herramienta del pueblo. La cuestión es cómo el Estado reconoce la legitimidad y abre las puertas al diálogo con la sociedad demandante en lugar de fomentar la brutalidad policial, la negación a la oposición y las políticas de muerte.
Twitter: @emojiranza