El panorama macroeconómico internacional y asuntos internos, como el desequilibrio del Fondo de Estabilización de Combustibles, han puesto al país en un flanco de vulnerabilidad fiscal que puede afectar el proceso de crecimiento económico y profundizar los problemas de pobreza e inequidad post COVID. Al mismo tiempo, la desigualdad de oportunidades y los errores permanentes de visión a largo plazo generaron el ambiente perfecto para que un gobierno con un discurso de reivindicación de derechos asumiera el poder. Esas dos razones explican por qué la reforma tributaria fue la primera movida en el tablero del nuevo Gobierno.
Sin embargo, los problemas fiscales del país se remontan a un desequilibrio de las finanzas públicas que viene desde la misma expedición de la Constitución. Allí, se impusieron unos compromisos significativos al Estado, que se han incrementado más que proporcionalmente con respecto a los ingresos. Sumado a esto, los choques del precio del petróleo de 2014 y 2016, junto con la pandemia hicieron lo suyo, develando nuestra vulnerabilidad fiscal y colocando a la deuda pública en sus máximos históricos.
En este escenario, el gobierno Petro presenta una reforma tributaria que tiene dos objetivos de magnitud considerable. Por una parte, se deben generar los recursos para estabilizar la deuda pública y, por otra, los recursos para un plan de gobierno ambicioso en el frente social. La reforma inicialmente ha planteado resolver parcialmente los problemas de equidad, eficiencia y simplicidad del sistema tributario, sin embargo, en su curso por la negociación política ha venido sufriendo transformaciones.
Dentro de los aspectos positivos de la reforma se encuentra el de la racionalización de los beneficios tributarios tanto de renta corporativa como de renta personal. Es una de las recomendaciones de la Comisión de Beneficios Tributarios de la OECD, y es clave lo que el ministro Ocampo ha planteado para los sectores afectados: Si algunos sectores necesitan apoyo para su proceso de crecimiento, este apoyo debe darse vía gasto público y no con prebendas tributarias. Pero se ha llamado la atención sobre la velocidad en la racionalización de estos beneficios, dado que las estructuras de costos tomarían un tiempo mayor para asumir la nueva carga tributaria y realizar sus ajustes en precios, costos y salarios. El debate de la transición de los beneficios sigue abierto, aunque el Gobierno ya ha aceptado discusiones sobre la doble tributación de dividendos y la garantía de beneficios tributarios al sector Cultura.
Otro elemento positivo es la exigencia a las zonas francas de garantizar un mínimo de exportación, recuperando su naturaleza y minimizando la competencia interna desleal. Habrá que ver si el país logra justificar ello frente a la legislación de comercio internacional de la OMC. También, Hacienda ha abierto la discusión sobre la tributación sobre la exportación de oro, tomando en cuenta los problemas de explotación ilegal y contrabando.
La reforma también plantea unos cambios en el monto a tributar de los colombianos de mayores ingresos, muchos de los cuales ya tributan, aunque cuentan con beneficios significativos que erosionan el recaudo, por ejemplo, en altas pensiones no basadas en ahorro individual. En este punto, lo positivo es que la reforma daría legitimidad a futuras reformas fiscales donde se puedan ampliar las bases gravables. Lo negativo es que la reforma se concentra en la clase media alta que gana más de 10 millones de pesos, dejando intacto a todo colombiano dentro del 50% más rico, al tiempo que no clarifica la regulación sobre dependientes, lo cual podría ser un elemento de mejora al sistema.
Algunos de los elementos negativos vienen del diseño intrínseco de la reforma, otros son producto de la negociación política hasta el momento. La mayor pérdida en dicha negociación es el retiro de la racionalización de los subsidios a la gasolina en zonas de frontera, zonas que se podrían apoyar con gasto público focalizado y no con gasolina barata que sirve a intereses no aceptados por la legislación. De parte del diseño, tal vez no era el mejor momento para discutir impuestos saludables como las bebidas azucaradas, al tiempo que hay faltantes como la discusión frente al IVA y su mecanismo de compensación, ni existe un compromiso explícito para incrementar la calidad del gasto, y por lo tanto la legitimidad fiscal del Estado colombiano.
La ausencia del IVA es un tema importante, porque la reforma se quedaría corta en recaudar los 25 billones propuestos solo con los ajustes de renta personal y corporativa. La mayoría de los beneficios tributarios a hogares ricos en el país viene dentro de las exenciones del IVA. No obstante, la reforma ni siquiera da un paso en la dirección correcta con el IVA, corrigiendo el mecanismo de devolución, que podría darle espacio fiscal al Gobierno sin afectar a las clases vulnerables y al tiempo avanzar en un registro social y tributario unificado. Dentro del discurso de la reforma una ampliación a la base gravable de personas naturales podría ser un camino factible.
Finalmente, el país tiene un problema de legitimidad fiscal y la reforma no plantea nada significativo respecto a la calidad del gasto (podría establecerse en el discurso para no romper la unidad de materia). El Presupuesto General de la Nación asciende a 351 billones, pero los mecanismos para asegurar la calidad y evaluación del gasto en el país no son robustos, ahí el profesor Jorge Iván González, desde el DNP, podría aportar al debate. Un compromiso con la calidad del gasto le daría un aire de legitimidad y de fortaleza política a la reforma del Gobierno.
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