Cuando le conté a un amigo que iba a escribir este post me trató de montañero y me dijo que por ningún motivo fuera a reconocer públicamente que a mis 43 años era la primera vez que iba a salir del país. Entonces le contesté que en el mundo real muchos colombianos ni siquiera se habían subido a un avión, y mucho menos habían logrado traspasar fronteras; así que de poco sirvió su comentario pues aquí estoy dispuesto a narrar lo que fue una experiencia enriquecedora por el destino, por la aerolínea, pero, sobre todo por mis compañeros de viaje de quienes aprendí mucho.

Hago parte de una generación distinta, esa que prefiere ir al banco a pagar los servicios para sentirse tranquilo viendo el sello en el recibo porque le genera desconfianza el pago por internet. Así mismo, me ilusionaba salir del país, pero me generaba temor, ansiedad y desconfianza; más si toca hacerlo sin alguno de los seres queridos y a un destino que nunca me ilusionó y que había expresado no querer conocer.

Pero mi santa madre que tan sabia era me lo dijo un día, «mijo, no escupa pa’l cielo porque más rápido le cae en la cara». Y dicho y hecho, porque se me presentó la oportunidad de viajar a La Habana – Cuba en calidad de periodista (no lo soy) para contarle a la gente algo que siempre he expresado, y es que tomar un avión ya no es un lujo, más si se sabe viajar por una aerolínea de bajo costo que se interesa por el bienestar de sus pasajeros y que tiene un 89,9 % de cumplimiento en el horario de los vuelos, lo que finalmente uno desea de una empresa de transporte aéreo.

Fue difícil, melancólico y hasta angustiante para mí el proceso de emigración en el aeropuerto El Dorado por un temor bobo e infundado. No me dirigía a un país al que fuera a tener problemas con el idioma, pero por alguna razón absurda sentía que quería tener acudiente en ese preciso instante. Después de que subí al avión recibí varias llamadas de mis seres queridos lo cual hizo que me tranquilizara un poco, disfrutara las tres horas larguitas de vuelo y llegara al aeropuerto José Martí con muchas expectativas y en una mejor disposición para disfrutarme el paseo que seguía.

Después de recoger las maletas nos esperaba una señora representante de Cubatours (la agencia de viajes encargada de movilizarnos por la isla), Yadira y nuestro «chofer» asignado, Alejandro (cuando ejercí el oficio no me gustaba que me dijeran así por parecerme despectivo el término, pero allá es normal), nos recibieron muy amablemente y nos informaron el itinerario que nos esperaba. Cenaríamos en el restaurante El Aljibe, uno de los más reconocidos de la ciudad y en el camino, mirando por la ventanilla de la guagua (autobús), podía identificar unas calles oscuras, con poca gente, que revelaban que había llovido ese día. Grupos de hombres en las esquinas de los barrios polemizaban sobre béisbol y mientras entraba la noche y la brisa fresca me hacía sonreír, despertaba del sueño en el que me encontraba.

Al siguiente día teníamos que madrugar pues nos esperaba un vuelo adicional a Cayo Coco, una pequeña isla al norte de Cuba que tiene una de las playas más lindas del mundo. Aguas claras y poco profundas por las que caminé muy temprano, solo y en silencio, como encontrándome conmigo mismo y con el de arriba para darle las gracias por lo que estaba viviendo.

El internet en general en todo el país es limitado y en teoría es una desventaja, pero permite una desconexión que termina siendo beneficiosa para no ser esclavo de las redes sociales y para disfrutar más del paseo. Mucho europeo que llega en vuelo directo al sitio,

muchos planes náuticos, como manejar una lancha para dos personas o hacer careteo por un manglar. En resumidas cuentas, un paraíso que ofrece muchas opciones al turista.

De regreso en La Habana, al día siguiente nos preparábamos para almorzar en el restaurante La Ferminia, una casa amplia de antejardines grandes que hacen el ambiente agradable. Mientras degustábamos varios tipos de carnes, siempre acompañadas de una buena porción de «moros y cristianos» (ese arroz típico cubano que lleva fríjol negro) un conjunto de músicos cubanos amenizaba el momento. En Cuba se respira música en todas las esquinas y lo mejor del país es su gente, son muy amables con el turista y siempre están dispuestos a atender a los visitantes que lleguen en avión o en esos grandes cruceros, que son como centros comerciales flotantes y que llegan a la isla de manera recurrente.

En la noche y sin perder mucho tiempo fuimos al gran Cabaret Tropicana, un espectáculo musical que abarca todos los ritmos folclóricos del país y que tiene un gran derroche de colores, vestidos, talento y canto. La entrada incluye un litro de ron por cada cuatro personas, una copa de champaña, una gaseosa, maní, varias cositas para picar y un tabaco para cada asistente. Es algo que no se pueden perder si llegan a escoger este destino turístico; hay que llegar tipo 9 p.m. y el show termina sobre la media noche, son más de dos horas ininterrumpidas de espectáculo y después se pueden quedar echándose una bailadita.

Faltaba conocer tal vez lo más importante, la ciudad antigua, el malecón (esas mismas locaciones en donde grabaron escenas de acción de Rápidos y Furiosos 8), los monumentos y un sitio al que en el pasado también dije que nunca iría. Les hablo de La Bodeguita del Medio, el restaurante más famoso de La Habana y al que ya no le cabe una firma más en sus paredes, de todos los asistentes que lo visitan y que tienen por costumbre estampar su rúbrica para decir PRESENTE. Fue una tarde de mojitos, ropa vieja (carne desmechada), moros y cristianos, ensalada, pollo sudado, panes frescos y calientes, acompañados con son cubano de fondo.

Luego, hubo tiempo para las compras en un mercado artesanal en donde ofrecen todo tipo de recuerdos para llevarles a los familiares y allegados. Yo compré café, ron, habanos, bolsos, imanes para la nevera y otras cositas. En resumen, ir a La Habana es un viaje al pasado; es ver carros viejos pero lujosos y de llamativos colores; es caminar por el malecón y ver mujeres de vestidos rojos que están con sus parejas contemplando el atardecer; y es palpar una parte del mundo al que la modernidad parece importarle poco.

Me despojé de mis posiciones políticas sin renunciar a ellas, estuve en la plaza de la revolución pero me negué a tomarme la foto que normalmente todo el mundo se toma, vi y escuché cosas que no me gustaron, pero que por estar «jugando de visitante» tuve que respetar. Todo eso para poder disfrutar de ese bello paraíso llamado Cuba, una isla a la que se puede viajar por una aerolínea de bajo costo como Wingo.

Fue mi primera vez fuera del país, casi me coge la noche, pero lo hice. Espero que no se me acabe la vida y pueda llenar esas 31 páginas que le quedan a mi pasaporte, porque pienso que en vez de acumular fortunas y propiedades, es mejor viajar y conocer. «Uno se muere y nada se lleva al hueco», decía mi mamá, ¡solo queda lo vivido!