3 meses después resulta que la vida no ha salido tan mal. Sigo rindiendo, aunque sea a media marcha. Me pierdo y alguien me ayuda a retomar. Me quiebro y puedo llorar en silencio, con Beatri o en el puesto de trabajo. Hay días en que puedo hacer chistes y hasta bailar. Sonrío con mis compañeros y he vuelto a hacer el ridículo para ver reír a los demás, cosa que siempre ha sido mi mayor diversión.
Pero tengo un rato, un minúsculo momento de privacidad, y lo único que reproduce mi mente es la escena en la que una niña entra a una sala de velación vacía sosteniendo contra su pecho un cuadro de madera que lleva impresas cuatro felices fotos de su novio. Observa el cajón gris desde el dintel de la sala y piensa cómo puede ser que la sonrisa de las fotos ya no exista. “¿Es verdad que ya no puedo hacerlo reír?”, se pregunta viendo cómo un empleado de la funeraria y Ye entran a arreglar el cuerpo. La persona que ama ahora es ese cuerpo.
“No hice estas fotos para traerlas aquí”. “Aún puede ser mentira”. “Tengo que verlo”. “Pero, ¿cómo sobrevivo si me acerco, lo miro y no sonríe?”. “Decía que yo era su vida, ¿sigo viva?”.
La niña mira el cuadro y el ataúd hasta que el agua en sus ojos se lo permite. Se siente incapaz de dar un paso al frente. De decirle “adiós”.
Ese momento es interminable. Mi aprendizaje de lo que es el terror. Lo más cerca que he estado de la muerte, porque desde ese instante se me sentó al lado y va conmigo a todas partes. Le digo “holi” por las mañanas y “chau” todas las noches.
Nadie puede salvarme cuando me viene esa escena… y no por eso le temo a la soledad.
Es curioso que Alejo haya obrado para ausentarse, para irse sin posibilidad de retorno, de ninguna negociación, y yo no pueda soltarlo. Hasta a ese instante estoy aferrada, aunque haya sido de lejos el más doloroso de toda mi vida, porque tiene que ver con él. Porque me recuerda que murió y al mismo tiempo que existió. Que vivimos un amor y que fue imperfecto, pero real.
No estoy loca. Sigo enamorada. Tanto que no quiero herirlo con mis pensamientos, es decir, ¿será que el suicidio es una exigencia de olvido?, ¿decidir que la vida no merece vivirse es también creer que no hay nada en ella digno de ser recordado? A veces me siento mal de invocarlo tanto, porque lo nombro para eso, para llamarlo con todo el poder de mi corazón, deseando que eso alcance para cambiar algo.
Dos días antes de la fecha de esa escena eterna, el 4 de diciembre de 2017, el hombre que conocí en segundo semestre de la universidad, cuando él todavía quería ser columnista de política porque no había descubierto la fotografía, quien se convirtió desde entonces en mi compañía preferida para todo y para siempre, se colgó. No sé cómo ni de dónde. No hay detalles. Se autoeliminó. Fin.
Ahora vivo en otra ciudad. Trato de trabajar, hacer cosas nuevas, sentirme útil. Sé que debería ir a un psicólogo, pero me da miedo que alguien destape la botella donde escondí el mar y luego yo no sepa qué sentido tiene vivir.
Antes de hacer eso quiero aprender a nadar sola. Por eso voy a escribir.
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