De todos los síntomas que dicen que tienen los familiares de las personas que se suicidan, el que más me aqueja es el miedo a olvidar a Alejo. Que mi cerebro deje de procesar los recuerdos juntos o de su muerte y se los empiece a saltar, para evitarme dolor.

No puedo permitirme el olvido. Hay tantas cosas que tengo que aprender de esta pérdida que siento que si la obvio me arriesgo a repetirla, porque claramente, y a pesar de que tengo suficiente capacidad de razonamiento para entender que no fue mi culpa, sigo creyendo que hay cosas que se pudieron hacer mejor…

Siempre pude ser una mejor compañía.

Entonces, quiero convencerme de que hay una forma de aprender a recordar, que en algún momento, después de tanto nombrarlo, hacerle memoria no me va a lastimar.

Por eso mi soledad está llena de clicks: abro todas las carpetas de mi disco duro en busca de fotos de él, entro a las conversaciones que teníamos en Facebook, Whatsapp y Google Talk y scroleo hasta arriba, releo los correos electrónicos que nos enviábamos. Soy capaz de ir a los perfiles de nuestros amigos y stalkearlos para encontrar imágenes donde él esté.

Leo cuando me enviaba «hola vida» por las mañanas y cuando escribía «descansa, te amo», por las noches . Y sonrío.

Siempre que lo busco me alcanzo a sentir como cuando no podíamos vernos y sólo hablábamos por chat. Como si él siguiera teniendo el celular en el bolsillo, al punto para mandarme un chiste, una selfie, un gif.

Esa sensación es duradera y refrescante, sólo se acaba cuando estoy en el trabajo y pasa algo que quiero contarle inmediatamente.

La última vez fue una madrugada en la redacción, terminé el home de Venezuela a la fuga y mi primer impulso fue enviárselo al wp para que él lo abriera con más alegría que yo y le saliera todo desconfigurado o no le cargaran las imágenes, como siempre. Estuve a punto de hacerlo.

Cuando recordé la muerte me bloqueé como un computador recalentado. No podía decir nada, hacer ningún gesto, tener más ideas. Estaba oficialmente mirando el abismo, reconociendo su profundidad y su oscuridad. “Verdad que esto es real”.

Eso fue a la 1 de la mañana un domingo, mientras salía de la redacción para mi casa. Pobre Beatriz.

Por esas cosas sé que nunca lo voy a borrar, al contrario, corro peligro de convertirme en una viuda eterna, de permitir que de ahora en adelante mi vida se quede como está hoy: aferrada al recuerdo de alguien que ya no existe.

Bohumil Hrabal escribió en Una soledad demasiado ruidosa: “Ando como una casa en llamas”. Es lo que me define en este momento, voy por el mundo con dolor de cabeza de cavilar entre la posibilidad imposible de eliminar mi memoria de Alejo y la muy factible de convertirme en una adicta a su recuerdo.

Ambos escenarios me producen ansiedad y desesperanza.