
Escrito por Henry Orozco – @SoyHenryOrozco
Una de las preguntas que he considerado más difícil a lo largo de mi vida y profesión, es cuando alguien me cuestiona sobre la recomendación de “un buen libro” o, peor aún, la sentencia de ¿Cuál es ese libro “ideal” para empezar a leer y cogerle amor o gustito a la lectura? (…)
El interrogante —además de parecerme muy subjetivo— me genera preocupación porque siento que encierra un grado de responsabilidad muy alto y que quizá con una respuesta equivoca puedo llegar a convertirme en el culpable de hacer que alguien aborrezca leer o se aburra el entrar en líneas, “cabecee” frente al libro o sencillamente lo abra, lea un par de páginas y lo eche al cajón como archivo.
Con ser así, me he atrevido a recomendar —y prestar— unos cuantos libros a familiares o amigos, que difícilmente logro recuperar y de los cuales, tristemente, tampoco recibo una buena crítica o por lo menos un “gracias ya lo leí, lo terminé y me gustó”. Es por eso que aunque he lamentado no hacerlo, nunca doy de regalo un libro, o por lo menos no recuerdo haberlo hecho.

Foto de iStock.
Honestamente tampoco es que sea un lector asiduo, aunque a lo largo de mi camino si me he topado con ejemplares que me han marcado y han hecho que modele mi forma de pensar, de ver el mundo diferente y decantarme del placer de sentir la textura del papel, el olor de una historia y la pérdida de la noción del tiempo, como escape y cura a mis realidades. Sin necesidad de drogas o alcohol.
He sido asesino, presidiario, viajero, ladrón, bohemio, nadaísta, psicópata y loco… a través de vidas ajenas que se narran en diferentes formatos literarios y que me han llevado a vivir cada personaje envolviéndome en el ritual de tener un libro entre manos y dejándome absorber de un manuscrito que parece tener la fórmula tan anhelada de viajar entre el tiempo y el espacio sin abandonar la cama o el sofá, testigos de mis largas horas sumido en el hedonismo de una o cientos de historias. Amando el oficio del escritor en lápiz ajeno y odiándolo cuando no encuentro motivación para escribir un nuevo texto.
He sido, como lo profesa Mario Mendoza “Un aprendiz de brujo”, pero también un personaje más de la historia que alguien escribió dibujando la voz o el pensamiento humano, como un acto casi sublime y digno de plasmar.
Recuerdo que cuando estaba en la universidad uno de mis escritores favoritos era Alberto Salcedo Ramos, un cronista costeño, con un estilo narrativo envidiable, para mí, de quien me dejé fascinar, muchas veces, entre textos que analizábamos en clase o que compartíamos después de ellas entre cervezas, cigarrillos y ron, con colegas, al mejor estilo bohemio de quien quiere ser y sentirse un poco inteligente cuando la sed de conocimiento ataca y solo se quiere construir un bagaje intelectualoide del cual presumir en futuros espacios. Un acto que hoy considero reprochable.
A Alberto lo conocí en persona en una edición de la Flip de Premios Gabriel García Márquez cuando me le acerqué con mi cámara y micrófono, como estudiante —primíparo—, y le llamé “maestro”, solicitándole una breve entrevista, luego de una ponencia y cátedra de periodismo y crónica que nos brindó. Ese día me prometí jamás volver a querer conocer un escritor y dejarlo mejor detrás de sus líneas y del papel. Me pareció un ser pedante y arrogante que me cortó la palabra en segundos y me dijo: “otra vez me van a preguntar lo mismo… no, yo ya les respondí”.
En esas citas de la Flip también tuve la fortuna de escuchar, leer y ver a Leila Guerriero, otra cronista excepcional que marcó mis días universitarios y que me sirvió de inspiración para querer intentar ser un escritor y poder llegar a ser publicado en medios como en el que hoy escribo, además de otros medios de nombre nacional como El Espectador, Las 2 Orillas y otros tantos periódicos regionales y locales por los que han pasado mis letras.
Amé leer a Fernando Vallejo, a Gonzalo Arango, a Héctor Abad Faciolince, a Gabo, a Fernando González, a Carlos Framb, a José Guarnizo Álvarez y a otros tantos escritores que admiro. Gracias a ellos determiné que también quería algún día ser escritor, o por lo menos no dejar de intentarlo.
Luego de mi fastidio con Salcedo —y al seguirlo leyendo— opté por nunca más querer volver a buscar conocer un escritor, y solo quedarme con su obra; sin embargo, después de leer y releer “Satanás” sentí de nuevo la fascinación por querer conocer esa mente brillante tras concatenación cuasi mágica de palabras. Jugué de nuevo a buscarle en internet, a leer un poco sobre él, a consumir entrevistas, ponencias o presentaciones de sus libros. Le leí un par de libros más: “Akelarre” y “Leer es resistir”, amándole su estilo narrativo en cada uno de ellos y trayéndome de nuevo a las letras, desde el ejercicio práctico de escribir, y al deseo de querer devorar más libros y ser de nuevo asesino, loco, psicópata, médium y por supuesto: aprendiz de brujo.
A Mario Mendoza nunca le he conocido en persona, pero le agradezco su humildad, su sabiduría a la hora de referirse ante el oficio, su forma cruda y racional de ver el mundo y enseñármelo en esas entrevistas que reposan en YouTube, o en algunos podcast en los que ha participado. Le agradezco ser mi terapeuta cuando lo he necesitado, cuando siento que el mundo me come vivo y que la depresión se apodera completamente de mí; pero ante todo, aunque paradójicamente suene a recomendación, le doy gracias por escribir “Leer es resistir” una obra maestra que cualquier persona puede comprender fácilmente y que seguramente también amará.
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