Continúa amenazando la desinformación, la mediocridad y el cansancio por la política tradicional. De allí la necesidad de un modelo de pensamiento crítico, que no solo sepa leer las líneas y las entrelíneas, sino que ponga en cuarentena todo tipo de información que se consuma para descubrir lo que está detrás de las líneas en cada frase, artículo, texto o discurso, venga de donde venga.
El régimen de la información con algoritmos, metadatos, robots y programaciones humanas digitalizaron la razón. Se vienen definiendo procesos políticos, económicos y sociales por el mediocre triunfo de la “showcracia” entendida como el régimen de la diversión y el espectáculo, y en el peor de los casos por la excitación provocada por las noticias falsas y la desinformación.
Entre eucaristías y pecados digitales los me gusta son el amén y las reproducciones la persignación que se repite sin descanso en la ira de Twitter, la soberbia de LinkedIn o el narcisismo de Instagram. Sin embargo, desde otra orilla, las redes sociales también activaron a la ciudadanía para que su incidencia tenga efectos a nivel global y local, más allá de cualquier agenda nacional.
Nos acostumbraron a la crítica, nos ocultaron la autocrítica y nos da miedo la incertidumbre.
La entrada del siglo veintiuno evidenció el tropiezo de los modelos tradicionales con los nuevos paradigmas. La tecnología y las nuevas tendencias de la acción colectiva lo modificaron todo en el mundo. El choque social se dio entre los viejos principios y el principio de realidad.
El principio de realidad demostró que ya no se habla de electores que tienen voz y voto cada periodo de tiempo, sino de ciberciudadanos que deciden todos los días desde sus celulares, portátiles y dispositivos inteligentes. Los liderazgos dejaron de ser exclusivos de los políticos y el poder de las ideas ahora le pertenece a la ciudadanía. La tecnología puso contra las cuerdas la forma tradicional de relacionarnos con lo público, permitiendo una interacción más dinámica entre la ciudadanía y sus instituciones.
De otro lado, la izquierda y la derecha, con radicalismos incluidos, se disputan en la historia y en la práctica la distribución de la riqueza, sin pensarse que los problemas del presente no pueden ser resueltos con las ideas del pasado. La crisis de las ideologías se camuflan con la crisis de las instituciones y la crisis de la democracia. Y no existe elección cuando históricamente se ofrece la única píldora que lo explica todo e impide salirse de la matriz. Asumamos que es la píldora azul.
Nos acostumbraron a la crítica, nos ocultaron la autocrítica y nos da miedo la incertidumbre. La política (de la píldora azul) propone saberlo todo, pero en realidad la mayoría de la ciudadanía no sabe lo que ocurre, y como lo advirtió Chomsky, la población “ni siquiera sabe que no lo sabe”.
En la medida que el pensamiento se consume en valores lineales, unidimensionales y de confrontación ideológica, emerge el Pensamiento Diagonal como una respuesta transversal y pragmática que supera el agotamiento ideológico de la izquierda y la derecha. Es una alternativa que propone respuestas adogmáticas y desde la inteligencia colectiva para una sociedad cada vez más exigente, dinámica y cambiante. Hablamos de la píldora roja.
Es otro nivel que supera la matriz, se concibe desde la suma de las inteligencias humanas con pensamiento crítico, escucha activa, debates sobre las ideas y no sobre las personas, precisiones en el lenguaje, respeto por el pensamiento diferente, argumentaciones con fundamento y cuestiones con reflexión constante para incidir.
Una cosa es cómo nace el amor y otra cosa es qué lo inspira. En otro momento comentaré junto con Claudia Reyes-Moreno cómo nace el Pensamiento Diagonal, pero hoy finalizo con una frase genial que inspira a tomarse la píldora roja. Y es que si Einstein viviera, seguramente nos recordaría que “los problemas significativos no se pueden resolver en el mismo nivel de pensamiento que teníamos al crearlos”.
¿Píldora roja o píldora azul?
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