“Yo puedo planificar un entrenamiento en la mañana, y se me van, pero se me llenan los moteles en la tarde, y se acaban el ron y el aguardiente en Neiva”, dijo Fernando ‘El Pecoso’ Castro, uno de esos trabajadores incansables, de esos héroes menospreciados por muchos que, a punta de sudor, mostró que el fútbol, ese deporte que nos mueve a casi todos, más que pasión, amor, gritos o hijueputazos, es trabajo.
En enero de 2014 estaba en la Plaza de Toros de Manizales tomando fotos. Ahí me encontré con un niño muy particular: Martín. De contextura algo gruesa, se hizo famoso en el 2013 porque, aun siendo recogebolas del Once Caldas, en un partido en la capital caldense, no pudo contener su alegría y celebró un gol rival.
Lo que pocos sabían es que Martín es hijo de Fernando Castro y que, al igual que su papá, lleva al Deportivo Cali en el corazón. Al niño lo insultaron a más no poder: la intolerancia que vive en el fútbol.
Sin embargo, en la Plaza de Toros, le dije que quería conocer al Pecoso, a mi ídolo, a ese hombre que me permitió ver, cuando tenía nueve años de edad, por primera vez a mi equipo campeón. Quería reclamarle también por haber sido un paria, por habernos traicionado dirigiendo a nuestro archienemigo futbolero, el América. Martín, a quien conocí en redes sociales a través de una prima suya periodista y colega, muy amable, subió corriendo por los tendidos del coso taurino y llamó a su papá.
Ahí estaba él, inmaculado, con una boina crema, camisa blanca y poncho. Bajó a la barrera y me extendió la mano. Confieso que me fue difícil contener la emoción. Sí, es un personaje sencillo, que dice las verdades de forma tan directa que muchos lo llaman loco. Y de golpe es un poco loco. Para ser técnico de fútbol debe alguien tener cierto nivel de locura.
Con un fuerte acento paisa, voz carrasposa, pero una sencillez y una humildad únicas, me saludó. Yo, como buen hincha de fútbol, le manifesté que lo admiraba, pero que nunca, nunca en la vida, podría perdonarle haber sido técnico del América y llevarlo a semifinales de la Libertadores. Él, como si la Plaza fuese un confesionario me dijo: “Vea, yo al Cali lo llevo en el corazón…pero esto es una profesión” y sacó de su pecho una cadenita de oro con dos escudos.
Entonces le pregunté por qué no regresaba al equipo. Fue contundente: ese era su sueño, pero nunca lo habían llamado y si lo hacían, le ofrecían salarios tan bajos que no era necesario que él diera una respuesta, una forma grosera de decirle que no lo querían, que lo llamaban para hacer la tarea, nada más.
Por fortuna tenía mi cámara colgada y sin dudarlo le tomé una foto sosteniendo la cadena. La subí a Facebook y me olvidé de ella.
Esa imagen hoy en día ha dado la vuelta por la web y se ha vuelto icónica. El rostro adusto pero sonriente del Pecoso, por fuera de su escenario natural (un estadio o un entrenamiento), inmortalizó el sentimiento mutuo entre el ídolo y el fanático. Fue una forma de él para expiar sus “culpas” con una hinchada por su pasado con el enemigo, y una forma mía de desahogarme y perdonarlo. Fue la forma de en un segundo capturar el alma de un hombre famoso pero sencillo. Franco.
Creo que después de ese día mi admiración por ‘El Pecoso’ es aún mayor. No me importa en qué equipo trabaje, siempre lo admiraré. Sus frases, que hacen reír a propios y extraños, tienen una carga de profundidad única. “Hincha que vaya allá (al estadio a cometer delitos), a la cárcel 10 años. Que vengan y les siembren remolachas, zanahorias, y los hinchas vengan y los vean. Aquí va a estar usted 10 años si no se comporta bien en el estadio”.
Ahora, como DT de moda, con grandes posibilidades de llegar a la final con el Atlético Huila, todos lo exaltan. No se acuerdan que muchos años estuvo sin trabajo, olvidado, todo por decir cosas que a muchos incomodan. Por querer trabajar y por poner el dedo en la llaga.