Eran tiempos difíciles. Bogotá, la otrora ciudad modelo, yacía en ruinas. Enormes cráteres lunares se posaban en lo que antes se conocía como pavimento. Sus gentes, desesperadas, luchaban como fieras, golpeándose e insultándose, para poder encontrar un espacio, un lugar, con tal de llegar a sus guaridas.

El líder de esa ciudad, cuyo ego superaba lo imaginado y lo imaginable, se ufanaba de lo que, según él, eran sus constantes logros. Con líneas blancas de pintura intentó resolver un problema de caos vehicular en una de las arterias principales de la metrópolis: el esfuerzo fue en vano, en especial porque ya nadie respetaba nada. Así, todos los males no hacían más que crecer, y crecer.

Y cuando parecía que nada más podía perturbar la poca tranquilidad que quedaba, llegó una plaga que desató el desespero en los ya desconsolados ciudadanos: la peste amarilla. Una horda de trogloditas que en sus carros amarillos empezaron a atemorizar a la ciudadanía. Liderados por su mesías, un señor omnipotente, con la capacidad de poner a sus pies a los más poderosos, lograron imponer la ley de la selva en la jungla de cemento. Y reinar.

Amos y señores de la ciudad, los taxistas emprendieron su plan perverso. No importaba adulterar taxímetros, golpear ciudadanos, obstruir vías, chantajear y agredir tanto verbal como físicamente a quien se interpusiera para evitar sus abusos. Ellos, los hijos de Uldarico, parecían tener vía libre para arrasar con lo que encontraran.

Y fue así como, esta peste, se volvió inmune a los remedios que surgieron: un pequeño paliativo, Uber, que solo podía ser adquirido por quienes más dinero tenían, que atacaba los síntomas más dolorosos de esta nefasta enfermedad (la patanería, el robo, la adulteración, los abusos, etc.), vio cómo ese virus mutó, fortaleció sus ya perversas dolencias e invadió todos los estamentos para evitar que más ciudadanos pudieran tener acceso a la cura de tan lamentable mal.

Foto: Flickr / Seamus Travers Taksim, Taxi’s and Teargas

Como un ejército de células malignas, los miembros de la peste amarilla se agruparon, y si ya solitarios eran de temer, juntos se volvieron apocalípticos. Y esto sucedía ante la mirada impávida de todos. Nadie podía hacer nada.

Se adueñaron de las calles, de las políticas de transporte y, para terminar de apoderarse de todos nosotros, se tomaron nuestra libertad de elegir.

Sí. La peste amarilla, al parecer, se tomó toda una ciudad (con sus personas incluidas) a la fuerza, como un virus que, con su agresividad y perversión, se vuelve inmune a cualquier cura.

Por: @riverasoyyo