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Cómo olvidar mis primeras veces: el equipito de fútbol a los seis años, aquel día de escuela a los siete, la novia a los 11, el beso a los 15, el sexo a los 19, la nota firmada en el periódico a los 24, el viaje en avión a los 25. Recuerdos que cuando sucedieron por primera vez sucedieron también para siempre.

Pero esta vez no se trata de esa clase de primeras veces. Ni siquiera se trata de una sola primera vez. Se trata, lo admito con vergüenza, de las tres primeras veces que me robaron: una fue tan tonta que no la consideré robo, otra tan previsible que la pensé más como un descuido, y la tercera tan irreal que me parecía imposible de creer. Las tres veces –o cada una por separado- son una bofetada que aún duele en mi inteligencia. O en mi ego.

TENÍA 12 AÑOS. Todos los días cruzaba dos veces el puente peatonal de la calle 75 con carrera 30, en Bogotá, para ir y regresar del colegio. En ese tiempo era un carril de cemento desgastado, con varios centímetros de grietas por las que se veían los carros que pasaban debajo, y que se movía demasiado como para creer que en realidad estuviera construido con cemento.

En una de las subidas del puente se paraba un hombre con mal aspecto. Amenazante. Lo podía ver a cuadras de distancia, y mientras me acercaba iba planeando la forma de evitarlo. Por lo general, me unía a otras personas que también cruzaban y pasaba inadvertido, sano y salvo, sin ser visto. Pero una vez, sólo una vez, no fue así.

Salí de la casa 15 minutos antes de lo acostumbrado (serían las 5:50 a.m.) para organizar una de esas exposiciones grupales en las que cada uno hacía una parte y al final se unían los retazos para que pareciera hecha en grupo. Caminé como todos los días. Y allí estaba él, también como todos los días, en la boca de subida del puente. Esta vez éramos solo los dos. Nos miramos a la distancia. Nos estudiamos. Yo caminaba, trataba de pensar, pero solo conseguía caminar más rápido hacia él. Era tarde para regresar y no había tiempo para un camino alterno. Además, huir, parar o desviarme era decirle que sí, que le temía y que tenía algo que perder. Seguir adelante era, por el contrario, enfrentarlo y que le quedara bien claro que no era lo suficientemente ladrón como para robarme a mí…

Al pasar a su lado sentí el olor a varios –muchos- días sin bañarse, a ropa sin lavar, a tufo trasnochado de alcohol, a cigarrillos sin filtro. Sentí también sus uñas enterrándose en mi muñeca izquierda, su mano sobre mi reloj barato de estudiante y su fuerza para arrancarlo de un tirón. Todo pasó tan rápido que parecía planeado: una coreografía de un cobarde tratando de parecer valiente y un vago de barrio tratando de ser ladrón. No hubo palabras, no hubo reacción. Seguí caminando en la subida del puente como si nada hubiera pasado. Él se alejó con mi reloj -que ahora era suyo- entre esas manos sucias. Jamás lo vi de nuevo. Varios años después volví a usar reloj.

TENÍA 15 AÑOS. Otra vez el mismo puente peatonal, el de la calle 75 con carrera 30, en Bogotá. Las grietas estaban más grandes, y el vértigo por las sacudidas del cemento había aumentado. Serían las 5 o 6 de la tarde. Después del colegio había ido a jugar fútbol y hasta ahora iba para la casa. Tenía hambre y estaba cansado. Aún faltaba poco más de 15 minutos de camino.

Justo en la mitad del puente vi que desde el otro costado venía un hombre cuarentón. Traía una bicicleta igual a la mía: amarilla, de 18 cambios, rines grandes y sillín negro. Colgada en el manillar llevaba una gorra negra con la visera marrón, que tenía estampadas las iniciales de Nueva York, y era idéntica a la que unos vecinos me habían traído hacia poco de un paseo por Islas Margarita. Reparé en los detalles de la bicicleta y de la gorra, y pensé en que yo tenía unas iguales en la casa. “¡Qué casualidad!”.

Días después, cuando quise salir con la bicicleta, noté que no estaba. En ese momento recordé la última vez que la había visto: aquella tarde en el puente.

Puro_cuento_Ivan_gutierrez

TENÍA 20 AÑOS. Discutí con mi mamá en la casa de mi hermana, y salí sin despedirme. Cuando reparé que no tenía dinero para el bus (Transmilenio) ya había dado el portazo, entonces decidí –obligado por el orgullo- caminar desde Palermo, en la 45, hasta Santa Sofía, en la 76. Sería como muchas veces: meterme entre calles y parques durante casi una hora.

En ese entonces, los teléfonos celulares ya empezaban a volverse más importantes que la comida. Que sirvieran para hacer o recibir llamadas era lo de menos; lo de más era que permitieran escuchar música, tomar fotografías y jugar. Yo había comprado dos o tres semanas atrás un Sony Ericsson W580, un aparato de color negro y naranja con un teclado que se deslizaba para contestar. El teléfono servía también para llamar la atención.

A medio camino, un ciclista uniformado desde las zapatillas hasta el casco me interceptó, saludó y preguntó la hora. Saqué el teléfono y le confirmé que era casi mediodía. Él dijo que estaba esperando a su abuela en una de las casas de aquella manzana, y hasta golpeó con fuerza la puerta de alguna mientras la llamaba a voces sin recibir respuesta.

Yo iba a seguir mi camino cuando se interesó en mostrarme la forma en la que manejaba su bicicleta. Me pidió que lo viera hacer algunas acrobacias: pedalear sobre una rueda y dar algunos saltos sin mucha altura. Finalmente, me dijo que le diera mi teléfono para demostrarme que podía hacer un truco de equilibrio mientras conducía.

Con mi celular empuñado en su mano izquierda se alejó unos cuantos metros, se detuvo y tomó impulso de regreso hacia mí, acelerando cada vez más. Pasó a mi lado, muy rápido, y al finalizar la manzana giró la esquina y lo perdí de vista. Su truco fue robarme de la forma más estúpida posible, tan estúpida que luego de escribirla y leerla hace que me duela aún más la bofetada en lo que queda de inteligencia y ego.

Nos leemos en Twitter: @ivagut

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