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ROSARIO_EJERCITO_IVAN_GUTIERREZ

 

 

Primera parte

El rosario tejido con hilo café y de cuyo centro cuelga una cruz de madera me lo regaló mi mamá días antes de alistarme en el Ejército. Lo compramos en el camino que sube a la Iglesia de Monserrate y lo hice bendecir del padre Pedro, uno de los párrocos de mi barrio. Recuerdo que fui a golpearle a la puerta de la casa cural la tarde antes de marcharme. Serían las 4:30 p.m., justo durante la hora de recogimiento de los sacerdotes, y cuando no estaba permitido molestarlos, pero la confianza que teníamos me otorgaba una que otra licencia.

A Pedro lo había conocido dos o tres años atrás, cuando entré al grupo juvenil y al coro de la iglesia. Era de los sacerdotes más sencillos, cercanos y divertidos que había en la parroquia. Por eso me animé a pedirle que lo bendijera. Verlo con mi rosario de hilo café entre las manos mientras le oraba a Dios en voz alta para que me protegiera produjo en mí un nudo de emoción que me atravesó la garganta.

Al día siguiente me incorporé en el Ejército. Pensaba que no me quitaría el rosario durante todo el servicio militar. Cuidarlo sería como cuidarme a mí mismo. Pero desde la primera noche en el batallón supe que la sed de autoridad con la que sueltan a un alférez – pichón de teniente- para que ejerza su primer mando en las compañías de reclutas no se sacia con fe ni simbolismos ni nada que no sea obedecer sin pensar.

-Qué ordena, como ordene y orden cumplida, mi alférez.

La voz para dormir la dio un cabo tercero pasada la medianoche. El alojamiento para 200 desconocidos que en adelante serían soldados se quedó a oscuras. El cansancio o el miedo hacían efecto. Nadie hablaba.

Habría pasado una hora cuando un alférez encendió las luces y, con un grito, ordenó que todos se levantaran.

– ¡De pie la compañía. De pie!

Uno de los reclutas había denunciado el robo de un celular. Nadie dormiría esa noche si no aparecía el mentado teléfono. Ahora eran cuatro alféreces los que recorrían el lugar. Todos bien atalajados, peinados y sin amago de cansancio. Tras formarnos frente a los camarotes y sin rastro del delito nos ordenaron levantar los brazos. Como se hacía antes en los colegios a los niños que se portaban mal. Un castigo tonto que después de 15 o 20 minutos no lo parece tanto.

Sin noticias del celular, el siguiente castigo fue mandarnos a las duchas. Tuvimos que regresar enjabonados y formar de nuevo frente a los camarotes. De ese momento, la imagen que más recuerdo es la de un recluta negro que estaba como a tres camarotes de distancia. La espuma le resbalaba por el cuerpo mientras él temblaba de los pies a la cabeza. Tuve más pena por él que por mí. Estaba recién llegado a Bogotá y aún no se familiarizaba con el frío. En realidad, en esas circunstancias nadie lo estaba.

¿Quién podría tener el celular? Suplicaba mentalmente para que lo devolvieran. Mientras examinaba algunas caras de pánico a mi alrededor, pensaba también en cuántas horas quedaban para que amaneciera y en lo corto que podría ser el descanso. Los alféreces eran los únicos que disfrutaban con la situación.

Fue entonces cuando empezaron las requisas. Sentí un alivio al creer que finalmente se iba a descubrir al ladrón. El teléfono al dueño y nosotros, a dormir, pensé.

Nos hicieron poner todas las pertenencias en el suelo, frente a cada uno. Era como un mercado de las pulgas: ropa sucia, billeteras con documentos y pocos billetes, fotografías familiares, paquetes de papas fritas y chicles, algunos celulares y muchos cigarrillos.

En mi caso, era una billetera de tela con la contraseña para reclamar la cédula, una carta que me había escrito mi novia de entonces, un poco de dinero, y, colgado aún en el cuello, el rosario café…

En Twitter: @ivagut

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